Entre Las Luces De La Ciudad

Besos Que Rompen Promesas

La lluvia seguía cayendo, persistente, como una banda sonora inevitable para los recuerdos que Camila no podía sacarse de la cabeza. Era como si la ciudad hubiera decidido mimetizarse con su estado de ánimo. Los edificios parecían grises, las calles vacías se estiraban como cicatrices mal cerradas, y cada rincón olía a una tristeza que solo aquellos que han amado y perdido pueden reconocer.

Camila llevaba más de tres horas encerrada en su pequeño estudio, revelando las fotografías que había tomado la noche anterior. Las imágenes flotaban sobre los líquidos químicos, mostrándole fragmentos de una historia que apenas podía empezar a comprender. La luz tenue del cuarto oscuro teñía todo de rojo, y en ese ambiente casi irreal, Adrián aparecía una y otra vez: tocando la guitarra en la vieja barca, bajo la lluvia, sonriendo con una melancolía infinita.

Afuera, el mundo seguía girando. Dentro, ella sentía que se detenía.

Sacó la última fotografía y la colgó junto a las demás. Se quedó observándola. Era una imagen accidental, de esas que se disparan cuando no lo planeas, cuando el dedo tiembla y el corazón decide registrar un instante sin pedir permiso. Allí estaban ellos dos, abrazados, dormidos bajo la tormenta que aún rugía afuera, y por un momento parecían ajenos a todo dolor.

Camila sintió un nudo en la garganta. Quiso convencer a su mente de que era una estupidez, que había sido un error, que no debía significar nada… pero su pecho sabía que mentía.

Encendió su teléfono. Varias llamadas perdidas de Lucía, dos mensajes de su madre recordándole que debía asistir a la cena familiar del domingo y un último mensaje de Adrián, enviado hacía horas:

"No sé cómo quedarme. No sé cómo ser bueno para alguien. Perdón."

El estómago se le cerró.

Se lanzó al sofá, abrazó su cámara como quien se aferra a un amuleto y dejó que las lágrimas bajaran, silenciosas. Siempre había sido fuerte, la amiga que lo podía todo, la que aconsejaba, la que levantaba a los demás. Pero en ese momento, bajo la lluvia que repiqueteaba en los cristales, ya no le quedaban defensas.

Se quedó dormida con la tormenta como nana.

El día siguiente amaneció igual de gris. Camila se despertó con el rostro húmedo, sin saber si era sudor o llanto. La ciudad apenas si respiraba bajo esa capa de niebla. Revisó el teléfono, buscando una respuesta, una excusa, algo. Nada.

Tomó una ducha rápida, se puso su chaqueta de mezclilla raída y salió a caminar sin rumbo fijo, con la cámara colgada como siempre. Cuando el mundo se desmoronaba, solo caminar servía.

Terminó en una vieja librería-café, uno de esos sitios escondidos que parecía existir en otra dimensión. Se sentó junto a la ventana, pidió un café negro y dejó que el vapor le empañara los lentes. Afuera, la lluvia continuaba su monólogo.

Y entonces, en medio de la nada, lo vio.

Adrián caminaba por la vereda de enfrente, empapado, con el pelo pegado al rostro y la guitarra colgada en la espalda. Caminaba sin rumbo, como quien carga con los restos de una batalla perdida.

Camila sintió una punzada en el pecho.

Dejó unas monedas en la mesa y salió a la calle, sin importarle mojarse.

—¡Adrián! —gritó.

Él se detuvo. La miró como si no terminara de reconocerla. Había ojeras bajo sus ojos, y su piel estaba más pálida de lo normal. Pero era él. Siempre sería él.

Camila cruzó la calle sin pensarlo.

—¿Qué haces caminando bajo esta lluvia? —preguntó, sin molestarse en ocultar su rabia, su tristeza.

Adrián suspiró.

—No sé. Escapaba, supongo.

—¿De mí?

—De todo. Pero sí —admitió.

Camila lo miró, con ganas de gritarle, de abrazarlo, de besarlo y de decirle que era un idiota. Pero se contuvo.

—No puedes hacer eso. No puedes aparecer, romper todo, dejarme destrozada y desaparecer como si nada.

Adrián cerró los ojos. Las gotas le resbalaban por el rostro, confundidas con lágrimas.

—Te juro que intento alejarme porque no quiero lastimarte.

—Ya lo estás haciendo.

Camila se acercó un paso más.

—No quiero salvarte, Adrián. No quiero ser tu red. Quiero que te salves tú, y si no puedes, al menos que no huyas de quien te quiere.

El silencio fue tan denso como la lluvia.

Él la tomó del rostro.

—No sé cómo quedarme, Cami.

—Pues empieza por no irte.

Y se besaron. Bajo la lluvia. Bajo los faroles viejos que titilaban. Bajo los recuerdos y las promesas rotas.

Caminaron hasta el departamento de ella, sin soltar las manos. Adrián dejó su guitarra a un lado y se desplomó en el sofá. Camila le alcanzó una toalla.

—Te ves como un perro mojado.

Adrián sonrió. Y Camila notó que esa sonrisa dolía menos que antes.

Se sentaron en el suelo, con una botella de vino barato y música vieja de fondo. La tormenta seguía afuera, pero allí dentro, por unas horas, se hizo una tregua.

—Necesito contarte cosas —dijo Adrián, de pronto.

Camila asintió.

—Escucho.

Y él empezó. Habló de Marcos. De Valeria. De su padre. De todas las noches en que se había sentido menos que nada. De las promesas que hizo y no cumplió. De la vez que pensó en dejar de respirar.

Camila lloró en silencio, pero no lo interrumpió.

Cuando terminó, no quedó mucho espacio para las palabras. Se abrazaron. Y fue entonces cuando Camila supo que el amor no siempre era bonito, ni fácil, ni justo. Que a veces dolía como el infierno y te dejaba cicatrices imposibles de borrar. Pero aún así, seguías eligiendo quedarte.

Y ella había elegido quedarse.

Pasaron la noche entre canciones rotas, confesiones tardías y besos que intentaban reparar los agujeros de los corazones cansados.

Cuando el amanecer asomó, Adrián dormía sobre su regazo.

Camila acarició su cabello y, por primera vez en mucho tiempo, sintió paz.

Sabía que habría más tormentas. Que Adrián seguiría huyendo a veces. Que ella dudaría. Que el pasado nunca desaparece del todo.



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En el texto hay: romance, romance oscuro, amor prohido

Editado: 11.06.2025

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