Entre Lentes y Algodones de Azucar

Capítulo 1: Lunes, cajas y un par de lentes perfectos.

Otra vez llegaba tarde.

Con el uniforme mal abrochado, una media de cada color, y la mochila colgando de un solo hombro, Iris salió de su casa como un tornado humano. Iba corriendo, con un trozo de pan en la boca y el cabello aún mojado cuando casi se estrella con una caja de cartón.

–¡Ay, por el amor a las croquetas quemadas! –gritó al tropezar.

Alzó la vista. Un chico estaba bajando cosas de una camioneta, y junto a él, un señor musculoso con cara de luchador retirado la miraba con media sonrisa.

–¿Estás bien? –preguntó el señor.

–Sí, sí. Solo que... el suelo se cruzó en mi camino –balbuceó Iris, roja como tomate.

El hombre soltó una carcajada.

–Perdona, ¿tú vas a la escuela TVM?

Iris asintió mientras se acomodaba el uniforme y trataba de fingir que no acababa de casi morir aplastada por una caja de libros.

–Sí, señor.

–Perfecto –dijo el hombre mientras palmeaba el hombro del chico a su lado–. Este es mi hijo, Reik. Somos nuevos en la ciudad. Y como tengo que seguir desempacando y no lo podré llevar... ¿podrías mostrarle el camino a la escuela? Si no sale ya, va a llegar tarde.

Iris se quedó en blanco. Luego en rojo. Luego en púrpura.

¿Caminar a la escuela con un desconocido guapo con lentes perfectos y sonrisa amable? Eso superaba cualquier fantasía con León. Y eso que León salía en sus sueños vestido de gladiador.

–Claro... claro que sí –dijo. Aunque lo que quería decir era: "¡Auxilio, esto no es un simulacro!"

–¡Papá! –protestó Reik, bajando una caja al suelo–. Iba a ayudar con...

–Anda, hijo. Te veo más tarde. Yo me encargo de la casa.

Y sin darle opción, el señor le metió un jugo en la mochila y lo empujó suavemente hacia ella.

–Pórtate bien –le dijo–. Y tú, jovencita, gracias por el favor. Eres un sol.

¿Un sol?, pensó Iris. No, más bien una bola de nervios envuelta en medias desiguales.

Caminaron en silencio al principio. Hasta que Iris, incapaz de soportar la tensión, dijo lo primero que se le vino a la cabeza.

–¿Te gustan los gatos?
–¿Qué?
–O sea, los gatos. Porque yo tenía uno, pero se escapó. Bueno, en realidad lo dejé encerrado en la lavadora, pero no fue mi culpa, ¡pensé que ya lo había sacado!
–¿Estaba seco al menos?
–¡No! ¡Digo, sí! O sea, salió mojado, pero con vida... ¡ay, qué horror! Olvida eso...

Reik rió suavemente, sin burlarse.

–Me gustan los gatos. Aunque prefiero los perros. Menos probabilidades de morir en una lavadora.

Iris se tapó la cara.

Qué gran inicio. Primera impresión: asesina de gatos accidental.

Y aunque el camino era corto, la conversación incómodamente divertida no terminó ahí. Porque cuando llegaron a la entrada de la escuela, justo al subir las escaleras, Iris tropezó otra vez. Esta vez con sus propios cordones.

Y Reik, con reflejos de superhéroe nerd, la sostuvo del brazo para evitar que cayera.

–¿Siempre es así tu rutina? –preguntó divertido.

–¿Cuál rutina? ¿Sobrevivir? Sí, más o menos...
Reik sonrió. Y en ese momento, Iris supo que esos lentes... iban a ser un problema.

El bullicio escolar los envolvió en cuanto cruzaron el portón. Grupos de estudiantes, risas, gritos y mochilas por todas partes. Y ahí, en medio del pasillo central, como si lo hubieran sacado de un comercial de colonia cara, León. Pelo revuelto, sonrisa de estrella y... camiseta del equipo, porque claro, mostrar los músculos era casi obligatorio.

Iris se detuvo en seco.

–¿Estás bien? –preguntó Reik.

–Sí, sí. Es solo que... me dio como un mini-infarto de aire escolar. O algo así –dijo, mientras lo miraba de reojo, paralizada.

Reik siguió su mirada. Luego la miró a ella. Sonrió.

Se acercó un poco, bajando la voz con tono travieso:

–Tienes que hablarle. Así sabrás si le gustas.

–¿¡Qué!? No, no, no. Él no me gusta –dijo Iris con la velocidad de un rayo y el rubor de un pimiento.

Reik alzó una ceja, divertido.

–Claro, claro...

Ella lo miró, cruzada de brazos.

–No me gusta.

–Por eso estás a punto de desmayarte por falta de oxígeno a cinco metros de distancia –bromeó él, y ella lo empujó suavemente.

–Tengo que ir a clase. Nos vemos luego, gracias por la ayuda y por... ya sabes, no dejar que me caiga de cara.

–Si quieres te ayudo a volver –dijo él, sonriendo con picardía–. Para asegurarme de que sobrevivas al regreso.

–Jajaja, muy gracioso.

–Lo digo en serio. Tú sola no deberías andar sin casco –agregó mientras ella rodaba los ojos, aunque no pudo evitar reírse.

Reik comenzó a alejarse caminando hacia la dirección, pero antes de desaparecer entre la multitud, se giró y le guiñó un ojo:

–Nos vemos en la salida, Iris.

Ella se quedó ahí, con el corazón rebotándole en las costillas y los pies más enredados que sus sentimientos.

¿Qué clase de primer día era ese?

Primero casi muere con una caja, luego conoce a un chico de lentes que la salva, y ahora él le guiña el ojo como si fuera el protagonista de una comedia romántica.

Iris respiró hondo antes de entrar al salón. Tenía los nervios aún en modo terremoto, pero intentó caminar con dignidad entre los pupitres. Dobló hacia la última fila —su refugio habitual—, pero justo al pasar junto a la ventana, lo vio.

León.

Estaba de pie junto a su grupo, apoyado de espaldas a la pared, con esa sonrisa casual que usaba como arma letal. Su risa era fuerte, encantadora, y cada que se empujaba el cabello hacia atrás con la mano, un coro de suspiros invisibles recorría el aula.

Iris sintió que se le apretaba el estómago. O el corazón. O ambas cosas.

Se sentó rápidamente, escondiéndose detrás de una carpeta. Fingió estar muy interesada en el diseño del pupitre. Ni lo mires, ni lo mires, ni lo...




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