Después de tres semanas, Iris decidió salir de casa.
Se puso un short corto, una camiseta de tirantes y unas sandalias cómodas. Tomó a Fifi, su perrita, la correa —decorada con stickers de pizza— y salió rumbo al parque.
Fifi caminaba con la cabeza en alto, el paso seguro, como una diva. ¿Acaso se creía importante?
Iris sonrió levemente. Caminó hasta el lago del parque y se sentó en el césped, con Fifi a su lado, lamiendo con gusto un algodón de azúcar rosado que una señora amable les había regalado.
Frente al agua, el sol brillando y el aire fresco, pensó que estaría en paz... pero no. Los pensamientos que había guardado con fuerza en lo más profundo de sí, como en una cajita cerrada con candado, empezaron a escapar.
Su papá...
¿Aún podía llamarlo así?
Ese hombre que fue su héroe, su todo. El que le contaba cuentos, le abrazaba, le hacía reír. Ahora solo era una sombra. Una que deseaba borrar... pero aún dolía. Ese día aún dolía como una grieta imposible de reparar.
Recordó...
Estaba acostada en su habitación. Era feliz. Iba a cumplir quince años y sus padres le prepararían una gran fiesta. Su mejor amiga, Nanci, le ayudaba con todo, tan emocionada como ella. O eso creyó.
Esa noche, mientras escribía una lista de canciones para la fiesta, escuchó los gritos de su madre. Luego el sonido de platos rotos. Asustada, salió al pasillo.
Y allí estaba: su padre frente a su madre, con todos los platos que ella había puesto para la cena destrozados en el suelo.
—Mamá... —murmuró Iris, temblando.
Su padre volteó hacia ella de inmediato.
—Iris, sube a tu habitación, cariño —dijo con voz tensa.
—¡No! —gritó su madre, iracunda.
Iris dio un paso atrás, impactada.
—¡Quiero que la mires a los ojos! ¡Mírala, y díselo tú mismo! ¡Díselo, porque hoy es la última vez que la verás!
Su padre bajó la cabeza. Intentó acercarse a ella, pero su madre corrió, interponiéndose entre ambos.
—¡No la toques! ¡Ni se te ocurra ponerle una mano encima a mi hija!
Pero no pudo responder nada, porque el caos llegó como un alud.
Un grupo de hombres —policías— entró a la casa, lo esposaron frente a ella y se lo llevaron. Su madre la abrazó con fuerza, como si quisiera ocultarle el mundo. Pero Iris lo vio todo.
Un detective se acercó y le puso una mano en el hombro a su madre. Ella temblaba, pero ni una lágrima cayó de sus ojos.
Esa misma noche, comenzaron a empacar.
Y al día siguiente ya estaban en un avión.
Rumbo a otra ciudad.
Rumbo a otra vida.
Pero el dolor, la vergüenza y la confusión las acompañaron.
Su madre no le explicó nada. Solo dijo que su padre estaba "involucrado con cosas malas". Iris creyó que era eso. Hasta que Nanci dejó de responder sus mensajes, hasta que dejó de llamarla.
Y entonces, un titular en internet fue el golpe final:
"Hombre mantenía una relación con la amiga de su hija de 15 años."
Fue como si le echaran un balde de agua helada.
Su papá... con Nanci.
Un año después, todavía dolía.
Su madre había cambiado. Mucho. Se refugiaba en el trabajo, pasaba días y noches enteras en el hospital. Cuando estaba en casa, cocinaba, hablaba con Iris lo necesario y luego se encerraba en su cuarto. No reclamaba nada. Iris tampoco. Al contrario, le agradecía por todo lo que había hecho, por subirse a ese avión, por tratar de protegerla de la verdad, por actuar como si ella no se hubiera enterado de lo que realmente pasó.
Y así, Iris decidió mantenerlo así.
Su madre todavía creía que ella pensaba que todo fue por drogas.
Nunca le abriría esa herida. Nunca le contaría que lo sabía todo.
Una voz la sacó de sus pensamientos.
—Iris...
Fifi se levantó de golpe y corrió hacia Reik, quien apareció caminando con una sonrisa suave. La cargó entre sus brazos y se acercó a ella.
—¿Estás bien? ¿Ocurrió algo?
Iris limpió con disimulo las lágrimas que le habían caído sin darse cuenta. Asintió.
—Sí... solo... nada.
Reik se sentó a su lado. Fifi se acomodó entre ambos como si supiera que debía quedarse en silencio.
—Estoy aquí para lo que necesites, ¿sí?
Iris lo miró. Sus ojos la atraparon.
Y entonces lo abrazó.
Fuerte.
Como si necesitara ese abrazo más de lo que pensaba.
El teléfono de Iris sonó, obligándola a separarse.
León.
Iris contestó.
—¿Hola?
—¿Dónde estás? Estoy frente a tu casa.
—Salí un rato...
—¿Y por qué no me avisaste? Llevo cinco minutos aquí esperando.
—Lo siento, solo salí y...
—¿Dónde estás? Voy para allá —cortó León, sin dejarla terminar.
—León, mira... Es mejor que nos veamos mañana. Ahora estoy ocupada —y colgó.
Reik le tomó la mano con suavidad.
—¿Segura que estás bien?
Ella asintió, respiró hondo y, limpiándose las lágrimas que quedaban, le sonrió un poco.
—Sí... Tranquilo. ¿Te gustaría ir por un helado?
—Claro —respondió Reik, levantándose y ofreciéndole su mano.
Con Fifi caminando delante como una reina, salieron rumbo a la heladería, conversando de todo y de nada a la vez.
Reik sentía que no necesitaba otro lugar, ni otro momento. Solo a ella.
E Iris... Iris no entendía por qué sus sentimientos seguían tan confundidos.
Y mientras el helado se derretía entre risas, Iris sintió que algo dentro de ella, muy lento y muy tímido, también empezaba a derretirse.
La tarde se había ido entre helado, risas y los ladridos felices de Fifi, mientras Iris se sentía que estaban cada vez más unidas a Reik.
¿Acaso tendría que competir con su perrita por su atención? No... ¿verdad?
Cuando pasaban frente a la casa de Reik, la puerta se abrió de golpe y un chico salió riendo.
Iris se detuvo al instante.
¡Era el mismo chico que había visto en la foto durante su plan de "acosadora"!
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Editado: 08.09.2025