La semana siguiente fue de silencio absoluto.
Iris no respondió ni un mensaje de Reik. En la escuela lo esquivaba sin esfuerzo: tener a León como novio lo hacía todo más fácil. Poco a poco, se fue integrando a su círculo de amigos, saliendo con las chicas que le rodeaban, riendo y conviviendo con ellos como si siempre hubiese pertenecido a ese grupo.
El cumpleaños de León fue una locura. Iris estuvo a su lado toda la noche, pegada a él no porque lo deseara, sino porque él disfrutaba de tenerla así. León la besó muchas veces, demasiado, y sus manos comenzaron a recorrer más de lo que a Iris le gustaba. No pasó a más: primero, porque él estaba demasiado ebrio; segundo, porque ella no estaba lista para acostarse con nadie, aunque fuese su novio.
Al final de la noche, Iris pidió un taxi para volver sola. Antes de subir, lo vio: Reik había llegado con aquella chica. Esa misma que parecía haber reemplazado a Iris en su vida. Fingió que no le importaba, pero el nudo en su estómago se apretó más fuerte que cualquier abrazo.
Las palabras de León la persiguieron durante todo el camino de regreso:
—Eres mi novia, ¿por qué no quieres? Te prometo que te gustará… No me tomas en serio. ¿Crees que no te he visto mirando a ese amiguito tuyo? ¿Qué pasa con él?
Iris lo calmó como pudo, repitiendo un “hoy no” que salió más tembloroso de lo que hubiera querido.
Esa noche entró a escondidas por la ventana, evitando que la vecina la viera y delatara a su madre. Y así comenzó un mes extraño.
Reik dejó de buscarla. Ni mensajes, ni llamadas, nada. Parecía haberse rendido. Solo quedaba su mirada lejana en los pasillos, como un recordatorio de lo que ya no eran.
Iris, en cambio, empezó un nuevo ritual. Si es que podía llamarlo así.
De día salía con León, con sus nuevas amigas, asistía a fiestas y escapadas. De noche, en la soledad de su habitación, se sentaba en la ventana con la vista fija en la casa de Reik. Pasaba horas allí, en silencio, mirando, esperando.
Revisaba su Instagram como una sombra: fotos de entrenamientos, videos de peleas, risas con su hermano. Y lo que más odiaba… esa chica. Siempre estaba allí. En las peleas, en el gimnasio, en su casa. Siempre a su lado.
Una noche, mientras lo observaba desde la ventana, las siluetas de Reik y aquella chica se movieron frente a la puerta. Iris contuvo la respiración. Los vio acercarse, demasiado cerca. Y entonces pasó: un beso. Corto, no fue más que un roce, pero suficiente.
Un calor extraño la recorrió desde el pecho hasta las manos. No eran celos. Era algo peor. Rabia.
—Tú, idiota… —susurró apretando los puños—. Me la vas a pagar. Esto no se queda así.
Iris cerró la ventana con fuerza, abrazó a Fifi y se obligó a dormir con la rabia ardiendo en el pecho. Pero en lugar de apagarse, esa rabia creció durante la noche.
Al día siguiente, salió con Fifi a caminar al parque. Cuando regresaba, lo vio.
Reik salía de su casa con ropa deportiva, seguramente rumbo al gimnasio.
Fifi, traicionera, corrió directo hacia él.
—¡Fifi! —Iris intentó detenerla, pero era tarde.
Reik rió al atraparla entre sus brazos y empezó a mimarla con cariño.
—Hola, Fifi. Tiempo sin verte… ¿cómo has estado?
Antes de que ella pudiera contestar, la puerta de la casa se abrió.
—¡Hola, señor Rey! —saludó Iris, intentando sonreír.
—Hola, Iris, qué gusto verte. ¿No estás ocupada? Hoy pelea Erik por la semifinal, ¿te gustaría ir al gimnasio?
Reik iba a decir algo, pero Iris lo interrumpió antes, guiada por la rabia que aún hervía en su pecho.
—Claro, me encantaría.
El padre de Reik sonrió satisfecho.
—Perfecto, vamos.
Reik se quedó mirándola, desconcertado, sin entender qué estaba pasando.
El viaje hasta el gimnasio fue incómodo. Iris abrazaba a Fifi en el asiento trasero, y cada vez que se cruzaba la mirada con Reik, el aire se volvía más pesado. Ninguno decía nada.
Una vez allí, se acomodaron en los asientos asignados. El padre de Reik se fue a preparar a Erik, dejándolos solos. Fifi, feliz de la vida, se recostó sobre Reik con confianza.
Traidora, pensó Iris. Con León casi le arrancas la yugular, y con Reik pareces su perrita de toda la vida.
El celular de Reik sonó. Se alejó un poco para contestar y ella no le quitó los ojos de encima. Lo vio nervioso, rascándose la uña como siempre hacía cuando estaba incómodo. Cuando volvió, se sentó sin decir una palabra.
La pelea comenzó. Los gritos y aplausos retumbaban en el lugar. Fifi se puso inquieta y nerviosa, así que Iris decidió salir. Se despidió del padre de Reik, prometiendo regresar otro día sin su perrita para disfrutar la pelea. Él, confiado, le entregó las llaves del coche de Erik para que Reik la llevara de vuelta.
El camino fue un infierno de silencios. Orgullo contra orgullo.
Reik intentó romperlo:
—¿Quieres comer algo?
—Está bien —contestó Iris, mirando por la ventana.
No se pusieron de acuerdo en el lugar, así que terminaron pidiendo comida para llevar, cada uno de un sitio distinto. Ni siquiera quisieron sentarse juntos a comer. Dos bolsas de comida y un silencio que pesaba más que los gritos del gimnasio.
Al bajar del coche, Iris cerró la puerta sin despedirse.
Reik la miró desde el asiento del conductor, apretando la mandíbula.
Ella entró a casa sin voltear atrás.
Ambos sintieron lo mismo, aunque ninguno lo admitiera: esa no era la guerra que querían, pero era la única que sabían pelear.
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Editado: 08.09.2025