El entrenamiento siguió en medio de roces, miradas y esa guerra silenciosa que parecía no tener fin.
Reik cada minuto más frustrado. No solo por ella, sino porque todos los idiotas del gimnasio parecían hipnotizados con Iris.
Dos incluso tuvieron el descaro de acercarse a pedirle el número.
Reik estaba listo para arrancarles los dientes… pero Iris, con esa sonrisa engreída que lo sacaba de quicio, se lo dio.
Y no era un número falso.
Lo sabía.
Se sabía de memoria el maldito número de ella.
Tuvo que apretar los puños para no reaccionar, para no gritarle en la cara que no jugara con fuego.
Cuando la hora terminó, Iris salió del gimnasio sonriendo, distraída con el teléfono, escribiendo rápido.
Seguro era a León.
Ese pensamiento lo hizo hervir por dentro.
Pero todo cambió en segundos.
Un hombre se cruzó en el camino de Iris.
Ella paró en seco, la sonrisa se le borró de golpe. El celular resbaló de sus manos y se estrelló contra el suelo.
Reik reaccionó sin pensarlo, corriendo hacia ella.
El hombre estiró una mano para tocarla, pero Iris retrocedió con pánico en los ojos.
Reik la tomó de la muñeca y la colocó detrás de él, sus músculos tensos, el instinto ardiendo en la sangre.
—¡Largo! —espetó, con una seguridad que no parecía de un chico de dieciséis años.
Llevaba años entrenando. Había peleado, boxeado, sudado para endurecer cada golpe. Un hombre como ese no le daba miedo. Lo único que sentía era rabia.
El desconocido se quedó congelado, sorprendido, y dio un paso atrás. Sus ojos se aguaron mientras miraba a Iris.
—Hija… —susurró con voz quebrada.
El corazón de Iris se rompió en un segundo. Y antes de que Reik pudiera decir nada, ella salió corriendo como si la persiguieran todos sus fantasmas.
—Iris… ¡Iris! —gritó Reik, pero ella ya se había perdido en la calle.
El hombre, con lágrimas resbalando por las mejillas, lo miró desesperado.
—Cuídala… por favor. —Y sin esperar respuesta, se alejó tambaleándose.
Reik se quedó helado, sin entender nada.
¿El padre de Iris?
En todo este tiempo que fueron amigos, ella nunca lo había nombrado. Nunca.
Bajó la mirada. En el suelo, el celular de Iris tenía la pantalla rota. Lo recogió junto con su bolso.
Entró al gimnasio de nuevo, le dijo a su padre que debía irse.
Él solo asintió.
Reik tomó el coche de su hermano y salió disparado hacia la casa de Iris.
Vacía.
Ni luces, ni rastro de ella.
Probó la ventana de siempre, pero estaba cerrada.
Corrió al parque donde solía sentarse… nada.
—Iris, ¿dónde estás? —murmuró apretando el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
El teléfono vibró en el asiento.
“León”.
Reik gruñó, lo tiró de golpe a la guantera.
Ese idiota.
No podía con él.
No porque le hubiera hecho algo.
Sino porque tenía lo que él deseaba.
Porque León era al que ella había elegido.
Era a él a quien besaba sin miedo, a quien tomaba de la mano en público.
Era él quien podía abrazarla sin que ella se alejara.
Reik golpeó el volante, un rugido de frustración escapando de su garganta.
—¡Ahhh!
Ni siquiera sabía a quién gritaba. Al destino, al universo, a sí mismo.
Solo sabía que estaba rabioso, molesto… y que esa maldita chica lo tenía de cabeza.
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Editado: 27.09.2025