Ya habían pasado dos días en el hospital y, según los médicos, Iris estaba perfecta. No había complicaciones ni secuelas, nada que justificara tanto encierro. El doctor lo había confirmado varias veces, pero Elisa se negaba a dejarla salir. La mujer parecía aferrada a cada minuto al lado de su hija, como si temiera que si la soltaba, Iris desapareciera.
Iris, en cambio, estaba desesperada. Dos días rodeada de paredes blancas, pitidos de máquinas y la mirada insistente de su madre la tenían al borde de un colapso mental. La comida era horrible, la cama dura y hasta los uniformes de las enfermeras le parecían diseñados para hacerla sufrir.
Y, como si no fuera suficiente, Reik no había vuelto a hablar con ella. Sabía que él pasaba por la habitación cuando estaba dormida —los dulces escondidos bajo su almohada lo delataban—, pero nunca coincidían despiertos. León, en cambio, sí lo había hecho. El se enteró de lo ocurrido y no se apartó de su lado. Le trajo helado, la hizo reír, hasta soportó la mirada de “mamá policía” de Elisa. Ella lo agradecía, pero en el fondo su mente volvía una y otra vez a Reik.
Lo que Iris no sabía era que, cada noche, cuando el hospital se sumía en silencio, Reik entraba en su habitación. Lo hacía con pasos sigilosos, Se quedaba quieto, mirándola dormir con esa mezcla de ternura y dolor que lo consumía. La imaginaba despertando con una sonrisa solo para él, no para otro. Pero cada vez que recordaba a León sentado junto a su cama, su pecho ardía de celos. El simple hecho de verla acompañada por alguien que no era él lo hacía querer gritarle que no soportaba perderla, que ella era su persona.
No lo hacía. En lugar de palabras, dejaba detalles: un chocolate, un algodon de azucar un gesto que ella pudiera descubrir al abrir los ojos. Y luego se marchaba, con el corazón hecho pedazos por lo que todavía no podía decirle.
El alta llegó por fin. Elisa entró a la habitación con una expresión que parecía felicidad disfrazada de fastidio.
—Es hora de irse, Iris.
La sonrisa que iluminó el rostro de la chica duró apenas un segundo antes de que su madre la cortara con firmeza:
—Ni lo pienses, señorita. Sigues en reposo en casa.
Iris rodó los ojos, pensando que no estaba hecha para ser prisionera. Ni en un hospital ni en su propia casa. Pero obedeció, porque discutir con su madre era como intentar convencer a un cajero automático de darte dinero sin tarjeta: misión imposible.
Se vistió con la primera ropa que encontró y, al mirarse en el espejo, soltó un bufido.
—Perfecto, parezco una paciente escapada de la sala de psiquiatría —murmuró.
Fingió indiferencia, pero bajó la mirada al suelo cuando notó que el doctor Miguel entraba para despedirse. Elisa volvió a sonrojarse como colegiala, y ella estuvo a punto de carcajearse, aunque decidió guardárselo.
La llegada a casa fue un estallido de alegría: Fifi salió disparada como un cohete, se lanzó sobre Iris y la llenó de lamidos. Ella cayó de rodillas al suelo, llorando de felicidad mientras abrazaba a su mascota como si en ese abrazo recuperara todo lo perdido. Elisa, mientras tanto, se apresuró a la cocina como si el reencuentro con Fifi no fuera un acontecimiento digno de un noticiero.
En casa, todo parecía volver a su lugar. Iris se bañó, disfrutó del agua caliente como si estuviera en un spa de lujo y luego bajó a cenar. Elisa la observaba con calma mientras ella devoraba el plato como si llevara semanas sin comer.
—¿Cómo te sientes? —preguntó la mujer.
—Irracionalmente feliz. Estoy en casa, por fin, y con comida decente… bueno, más o menos. —Le guiñó un ojo, intentando suavizar el comentario.
La seriedad en la voz de Elisa la hizo detenerse.
—Iris… ¿por qué discutiste con Reik?
El tenedor se le quedó a medio camino de la boca. Tragó saliva. Esa mirada de su madre era peligrosa; la conocía bien: la mirada de “sé que me vas a mentir, pero igual te voy a pillar”.
— Fue un Tonteria.
Elisa alzó una ceja.
—Iris.
—… tal vez… un mini roce. Pero nada grave. —Rió nerviosa y se escondió tras el vaso de agua, como si aquel simple movimiento pudiera hacerla invisible.
Elisa no quedó convencida, pero el sonido del teléfono la obligó a levantarse. Mientras su madre hablaba en otra habitación, Iris suspiró con alivio.
Esa misma noche, a pocas calles de distancia, Reik caminaba de un lado a otro en su habitación. El recuerdo de verla con León no lo dejaba en paz. Cerraba los ojos y volvía a verla sonriendo, acompañada, con alguien que no era él. Quiso estrellar un puño contra la pared, pero solo apretó los dientes. La amaba, y ese amor lo estaba consumiendo.
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Editado: 27.09.2025