Desperté con la luz del sol filtrándose por la cortina. El silencio de la casa era extraño, casi pesado. Me giré buscando a Reik, pero no estaba. Solo el hueco en la cama y el olor a su camisa quedaban como prueba de que no había sido un sueño.
Escuché voces abajo, una conversación baja y seria. Me senté en la cama, pasé una mano por mi rostro y respiré hondo. La tormenta de anoche había cesado; solo quedaban los restos de lluvia en el cristal y ese olor a tierra mojada que siempre me recordaba a los días después del caos.
Sentí un ardor en las muñecas. Bajé la mirada y ahí estaban: las marcas rojas, algunas más oscuras, recordándome lo que había pasado. Una mueca amarga se formó en mis labios.
Fifi, que dormía acurrucada a mi lado, se estiró y me lamió la cara, como si dijera “aquí estoy”.
—Lo sé, chiquita... —susurré, acariciándole la cabeza.
Me levanté y fui al baño. El agua de la ducha me cayó fría al principio, luego tibia, hasta que sentí cómo lavaba un poco del peso de la noche anterior. Cerré los ojos y dejé que el agua corriera, como si pudiera borrar los recuerdos, las palabras, los gritos.
Al salir, me quedé un rato frente al espejo. Mi reflejo se veía cansado, los ojos hinchados, el alma enredada. Busqué algo que ponerme. No tenía idea de cómo esconder las marcas sin que mi madre notara nada. No podía usar chaqueta, era verano y el calor era insoportable.
Pensé rápido, abrí el cajón del tocador y rebusqué hasta encontrar una crema de color, un poco vieja, pero servía. La apliqué con cuidado, cubriendo lo que pude. No era perfecto, pero al menos no se notaba tanto.
Cuando bajé, la sorpresa me dejó quieta en la escalera. Había un policía sentado en el sofá, hablando con mi madre.
—Mamá... —murmuré.
Ella se giró con una sonrisa tensa.
—Iris, cariño, pensé que dormías.
—¿Ocurre algo? —pregunté, bajando los últimos escalones.
—No, cielo —respondió rápido, casi demasiado rápido.
El policía me miró con atención, su voz grave resonó en la sala.
—Iris, me gustaría hacerte unas preguntas.
Antes de que pudiera responder, mamá se adelantó.
—No, ella no tiene nada que decir —dijo firme.
El hombre la observó unos segundos, asintió lentamente y se levantó.
—Como guste. Que tengan buen día.
Cerró la puerta y el silencio volvió a llenar la casa.
—Mamá... ¿qué fue eso? —pregunté.
—No es nada, Iris. Solo cosas del vecindario. Dicen que hubo un intento de robo anoche —contestó sin mirarme.
La observé en silencio. Se veía tensa, nerviosa, como si intentara ocultar algo. Pero decidí no insistir. Era mi madre, y después de todo lo que había pasado, no quería más discusiones.
Ella se giró hacia mí con una sonrisa suave.
—No es hora del paseo de Fifi, cariño. ¿Por qué no sales un rato? Toma un poco de aire, desayuna un pan dulce en la panadería. —Me puso dinero en la mano—. Distráete un poco, ¿sí? Yo voy a descansar. Tengo turno esta noche.
Asentí.
—Está bien, mamá.
Tomé la correa de Fifi y salí de casa. El sol brillaba fuerte, el pavimento aún húmedo reflejaba la luz como espejos. Caminamos despacio. Cuando pasé frente a la casa de Reik, me detuve. Quise tocar el timbre, saber si estaba bien, si había dormido algo... pero negué con la cabeza. No debía. No ahora.
Seguí caminando hasta la panadería, compré un pan dulce y una botella de agua. Me senté bajo el árbol grande del parque, donde siempre me gustaba pensar. Fifi corría feliz entre el pasto húmedo, ladrando a las palomas.
—Iris... —una voz detrás de mí.
El corazón se me detuvo. No necesitaba girarme para saber quién era.
—Por favor, vete... —susurré.
—Solo quiero hablar... —respondió.
Apreté los ojos con fuerza, el pan temblando entre mis manos.
—Lárgate, papá —dije, con la voz quebrada.
El silencio que siguió fue tan cortante que el aire mismo pareció detenerse.
—Hija…
No lo dejé terminar. Me puse de pie tan rápido que el pan y el agua cayeron de mis manos. Me giré, y allí estaba él.
El hombre que me dio la vida.
El que alguna vez fue mi héroe… pero también el que abrió en mí un vacío tan profundo que todavía duele.
—No tienes derecho de llamarme así —escupí, la voz quebrada, el pecho ardiendo—. Quiero que te largues de mi vida.
Sus ojos se aguaron, y por un segundo pude ver en ellos la misma mirada que tenía cuando yo era niña… pero ya no me conmovía.
—Perdóname, princesa —susurró.
Ese apodo… ese maldito apodo.
Puse las manos en mis oídos, con fuerza, como si pudiera borrar su voz, su existencia.
—¡Cállate! ¡Cállate! —grité con rabia, con desesperación—. ¡No quiero oír nada de ti!
El dio un paso hacia mí.
Yo retrocedí.
Sentí el corazón golpeando tan fuerte que pensé que se me rompería en el pecho.
—Eres un monstruo —le dije entre dientes—. Destrozaste toda mi vida. No te acerques… ni a mí, ni a mi madre.
Él se detuvo. La culpa le deformó el rostro, pero ya no había nada que salvar.
Fifi empezó a ladrar con fuerza, poniéndose entre los dos.
—Iris, por favor… déjame explicarte —insistió, la voz cargada de desesperación.
—¡Explícate con el infierno, papá! —le solté, sintiendo cómo las lágrimas me ardían los ojos.
El aire me pesaba, el parque me daba vueltas. Todo lo que había tratado de enterrar volvía con fuerza, con furia, con asco.
Me giré y eché a correr, sin mirar atrás, sin importarme la gente que me miraba. Solo quería huir. Huir de su voz, de su sombra, de todo lo que su nombre me recordaba.
Fifi corría a mi lado, como si entendiera que mi mundo se acababa de volver a romper.
#762 en Otros
#312 en Humor
#2362 en Novela romántica
humor, amistad amor ilusion tristeza dolor, humor aventura secretos y traciones
Editado: 07.11.2025