No sé por qué, ni cómo, pero llegué a la casa de Reik y empecé a tocar el timbre un poco desesperada. Fifi ladraba como loca; creo que ella sentía el mismo caos que yo. Mi corazón retumbaba, mis oídos zumbaban, y mi cuerpo entero temblaba.
La puerta se abrió y apareció el hermano de Reik.
—¿Iris, estás bien? —preguntó, con voz preocupada.
Mis ojos estaban aguados, la respiración rápida, y no pude articular más que un balbuceo:
—Yo…
—No… sé… —agregué, apenas audible.
Él me vio, sonrió suavemente y me dejó pasar.
—Reik está en su habitación —dijo, conduciéndome por las escaleras.
Al llegar, abrió la puerta y me hizo pasar primero. Hizo un gesto con la mano, como diciendo “ponte cómoda”, y yo me senté en la orilla de la cama.
Fifi saltó a la cama y se acomodó en una almohada de Reik, como si fuera la dueña y señora del lugar.
El hermano de Reik se acercó a otra puerta y pude escuchar el agua correr, mientras su voz resonaba desde el baño:
—Reik, voy saliendo. Papá empezará a echar humo si no llego en menos de cinco minutos. No hagas ningún invento y acuérdate de usar protección, ¿sí? —soltó una cargada.
Mis mejillas se encendieron de inmediato. Intenté no reír, pero… imposible.
Escuché un bufido de Reik y luego cómo lo corría de su baño. Poco después, el hermano de Reik salió del cuarto, me guiñó un ojo y antes de desaparecer completamente gritó:
—¡PROTECCIÓN, REIK! ¡SIEMPRE!
Cerró la puerta y me quedé allí, respirando hondo, tratando de controlar mi corazón y volver a un ritmo normal.
Pero justo entonces, la puerta del baño se volvió a abrir… y allí estaba él: Reik. Sin camisa, sin pantalón, con una toalla frotándose el cabello y un bóxer negro que le quedaba ajustadísimo… y, bueno, extremadamente sexy.
Fue inevitable que mis ojos recorrieran su cuerpo. Este chico estaba… como quería. Mi corazón casi se detuvo; creo que ni siquiera parpadeaba.
—¡Iris! —escuché la voz de Reik, sorprendido.
Di un pequeño salto, grité y rápidamente me tapé la cara con las manos, tratando de no mirar su semi-desnudez.
—Ho… ho…la —tartamudeé, completamente fuera de mí.
Escuché cómo se movía rápidamente por la habitación.
—Yo… bueno… no quise —empecé a explicar con mi peor tartamudez.
—Ya puedes mirar —dijo, divertido, como si disfrutara mi desesperación.
Abrí un poco los dedos, aún cubriendo mis ojos… y allí estaba: con un mono gris y una camisa blanca, completamente limpio y guapo.
El universo parecía haber decidido compensarme por todo el caos que estaba ocurriendo en mi vida.
—Mi propio dios griego…
Reik soltó una carcajada, y me di cuenta de que lo había dicho en voz alta, y que él me veía como boba.
—¿Me acabas de llamar “dios griego”? —dijo, divertido, con esa sonrisa que me volvía loca.
—Eh… bueno… —balbuceé, intentando cubrirme la cara otra vez—. No, creo que escuchaste mal —dije, levantándome de la cama y dispuesta a irme para detener mi humillación.
Sentí rápidamente sus brazos rodear mi cintura y me hicieron girar hacia él.
Sus ojos brillaban y una sonrisa se reflejaba en sus labios.
—Me encanta escuchar tus pensamientos.
—Cállate —le dije, cubriéndome la cara.
Soltó una risa, separó sus manos de mi cintura y tomó mis manos para apartarlas de mi rostro.
—¿Te he dicho alguna vez que te ves demasiado adorable… y comestible cuando te sonrojas? —sus labios se acercaban peligrosamente a los míos.
—Cr… cre… creo que no —dije, como una tonta.
Sus manos se colocaron en mi cuello y cerró la distancia. Como siempre que me besaba, todo en mí temblaba. Me encantaban sus besos.
Un sonido lejano nos hizo separarnos por un instante, pero mi corazón ya estaba latiendo desbocado. Reik caminó hacia su mesita y tomó su teléfono, mientras yo empezaba a contar del 1 al 10 para intentar controlar la respiración que me fallaba.
—Si está conmigo, si no, no se preocupe —dijo Reik, con la voz baja, tranquila, pero que parecía atravesarme entera.
Lo miré, alzando una ceja, intentando mantener la compostura.
Pero antes de que pudiera reaccionar, volvió a acercarse. Sus brazos rodearon mi cintura con fuerza, atrayéndome hacia él, y sus labios encontraron los míos.
—Tu mamá quiere que vuelvas a casa —dijo entre besos, su aliento caliente rozando mi piel.
—¿Mi mamá? —balbuceé, apenas capaz de hablar mientras su boca dominaba la mía.
—Saliste sin teléfono y estaba preocupada —agregó, sus manos apretándome un poco más, obligándome a quedarme pegada a él.
Intenté responder, pero todo lo que salió de mí fue un débil “Ah…” antes de que él volviera a invadirme con otro beso.
—Iris… —dijo, separando apenas sus labios, tan cerca que al hablar se rozaban—. Es… me…jor… salir de aquí.
Mi mente se quedó en blanco por un segundo. No entendía del todo a qué se refería, pero el calor que emanaba de su cuerpo me dejaba sin aliento.
—Mi autocontrol se está yendo a la mierda —susurró, apretando mi cintura con fuerza. Ahí entendí perfectamente lo que quería decir.
—S…sí —logré murmurar, aunque mis pies no parecían querer moverse. Cada roce de sus labios contra los míos me hacía temblar, me derretía por dentro.
—Sí —repitió, y antes de que pudiera reaccionar, nuestros labios se encontraron de nuevo.
El mundo se redujo a su boca sobre la mía: caliente, suave, provocador. Mis manos buscaban su camisa, mis rodillas amenazaban con ceder, y mi corazón golpeaba con fuerza en mi pecho. Cada pequeño roce de sus labios me dejaba sin aire, deseando más, y sin poder pensar en nada más que en él.
Un ruido fuerte nos sacudió: ambos pegamos un salto, y Fifi soltó un ladrido que rompió la tensión en un instante. Nos miramos con los labios hinchados, las mejillas ardiendo, y los ojos brillando por el calor del momento.
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Editado: 07.11.2025