Entre Lentes y Algodones de Azucar

Capítulo 34: El miedo de mamá.

Llevaba una semana entera yendo al hospital con mamá.
Una semana completa de madrugones, de oler desinfectante desde las seis de la mañana, de sentarme en la sala de descanso de las enfermeras con Fifi dormida a mis pies, mirando el reloj cada cinco minutos.

No podía decir que la pasara mal... pero sí que me aburría.
Mientras mamá iba de una sala a otra, revisando pacientes y firmando reportes, yo pasaba las horas entre el sonido de los pasillos, el tintinear metálico de los carros de medicamentos y el olor fuerte a alcohol.

Algunas enfermeras ya me conocían. Una incluso me dejaba galletas escondidas en un cajón, como si fuera una niña.

—¿Otra vez aquí, cielo? —me decían.
Yo sonreía, fingiendo que no me importaba.

Pero en realidad, cada minuto allí me recordaba que no estaba por gusto. Que mamá me llevaba porque algo dentro de ella no estaba tranquilo.

A veces la veía observándome entre los pasillos, como si quisiera asegurarse de que no desapareciera. Otras veces me pedía que no saliera ni al baño sola. Era raro, incluso para ella.

Hasta que esa madrugada, entendí por qué.

Sentí un beso suave en la cabeza y la voz de mamá diciéndome:
—Iris, levántate.

Me estiré, frotándome los ojos.
—¿Ocurre algo, mamá? —pregunté medio dormida.

—Iris, tengo guardia ahorita, necesito que te alistes —respondió mientras buscaba algo en su bolso.

—¿Guardia? ¿A esta hora? —balbuceé mirando el reloj.

—Sí, hija. Vamos, que se hará tarde.

Asentí, medio confundida, y entré al baño.
El agua fría me despertó del todo. Ya había pasado una semana desde aquella noche en que le conté a Reik todo sobre mi padre. Desde que lloré en su pecho en el auto, sintiendo que me rompía por dentro.
Desde entonces, mamá se había refugiado más en el hospital, y yo... bueno, yo en Reik y Fifi.

Cuando salí del baño, vi a Fifi dormida en el sofá con cara de agotada. La pobrecita había llegado conmigo a las cinco de la mañana el día anterior, y ahora otra vez íbamos a salir.

Me vestí rápido, bajé con Fifi en brazos y miré el reloj.
—Mamá, son la una de la madrugada —dije, incrédula.

—Lo sé, entro a la una y media —respondió, ajustándose el uniforme.

—Pero... ¿te volviste loca? Déjame dormir en casa, por favor.

—No empieces, Iris.

—¡Mamá! Esto no me gusta. Me estás obligando a ir a un lugar que no me gusta. Me aburro, no tengo nada que hacer ahí.

—Ya tuvimos esta conversación.

—¡No! Tú me estás obligando —le reclamé, cansada, frustrada.

Ella se giró hacia mí, con el rostro serio, los ojos húmedos.
—Soy tu madre y tengo todo el derecho de obligarte, ¿no?

—Esto es injusto, mamá.

Suspiró hondo, bajó la mirada.
—Vamos, Iris.

—No quiero —dije, la voz quebrándose—. No quiero, mamá. Déjame dormir aquí, por favor.

Entonces explotó.
—¡Porque no quiero que él te toque! —gritó.

El silencio fue tan pesado que dolió.

—¿Él...? —susurré, apenas respirando—. ¿Mi papá?

Mamá cerró los ojos, derrotada.
—Sí. El policía que vino hace unos días me informó que tu padre salió hace unas semanas, pero lleva casi dos sin presentarse con su responsable de condicional. Lo están buscando... y creen que podría intentar contactarnos.

Sentí un escalofrío recorrerme entera.

—Mami...

Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Tengo miedo, Iris. No quiero que ese monstruo se acerque a ti —dijo, abrazándome tan fuerte que me costaba respirar.

La abracé de vuelta, escondiendo mi rostro en su hombro.
¿Cómo podía decirle que ese hombre ya me había buscado? Que fue él quien me había hecho terminar en el hospital. Y que, a pesar de todo, una parte de mí todavía quería entenderlo... o verlo.

Mentí.

—Mamá, nunca dejaría que se acerque a mí —dije, sintiendo el peso de mis propias palabras.

Ella me miró con lágrimas en los ojos y asintió.
—Solo quiero que estés protegida, Iris.

—Lo estoy, mamá. Te lo prometo. Además, tengo a Fifi —dije, acariciando a mi perrita, que bostezaba en el sofá.

Mamá rió entre sollozos, me dio un abrazo más, besó mi cabeza y se quedó mirándome unos segundos antes de irse.

—Llama si pasa cualquier cosa. No abras a nadie.

—Lo prometo —respondí, imitando tono militar, intentando hacerla reír.

Ella sonrió.
—Te amo, hija.

—Y yo a ti, mami.

Cuando la puerta se cerró, el silencio llenó la casa.
Subí poco a poco las escaleras, con Fifi en brazos, y la dejé sobre mi cama. La arropé con su sabanita de pizzas que le había comprado solo para ella.

Le di un beso en la cabeza.
—Duerme, mi pequeña bebé —susurré.

Tomé mi teléfono.
Abrí WhatsApp. Cerré WhatsApp. Lo volví a abrir.
¿Estaría despierto Reik? No lo creía… era demasiado tarde. Pero igual intenté.

Iris:
¿Estás por ahí?

Pasaron unos minutos hasta que apareció el “escribiendo…”.

Reik:
Casi, estoy llegando.

Fruncí el ceño. ¿Llegando de dónde?

Iris:
¿Llegando?

Reik:
Estaba en la pelea de Erik. Te avisé que hoy iba a estar todo el día afuera, ¿no te acuerdas?

Ah, cierto. Lo había olvidado. Me lo había dicho anoche mientras hablábamos.

Iris:
Perdón, creo que es sueño. ¿Ganaron?

Reik:
Deberías ver la sonrisa de Erik y la cara de orgullo de papá. Se trajo tres medallas de primer lugar.

Iris:
¡Fantástico! Mañana le daré un enorme abrazo de regalo.

Reik:
Eso no es mucho para él. Creo que con uno pequeño es suficiente.

Solté una risita.

Iris:
¿Tú crees? Yo digo que es poco. Ganó una pelea, se merece un gran abrazo y un beso en la mejilla. Además, le preparé galletas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.