—¡No se acerquen! —la voz de mi padre sonaba rota y firme a la vez, mientras apretaba el arma contra mi sien. Sus manos temblaban.
Yo solo sollozaba, encogida, sin poder moverme.
Un policía habló con voz templada, tratando de calmar la escena:
—No quieres hacerle daño a tu hija. Baja el arma y todo estará bien.
—¡No! —gritó mi padre, desesperado—. Solo quiero que me perdone. ¡Quiero el perdón de mi princesa!
—Tranquilo —replicó el policía—. Mira a Iris; está asustada. Así no vas a conseguir su perdón. Baja el arma y habla con ella.
—¡No la toquen! —bufó mi padre—. ¡Su madre quiere quitármela! Ya me la han alejado demasiado tiempo.
—No vamos a llevarla contra su voluntad —dijo otro agente—. Baja el arma y suelta a la chica.
Mi padre reaccionó: quitó el cañón de mi cabeza y, con ojos desorbitados, apuntó ahora a Reik, que todavía yacía en el suelo.
—Si no hacen lo que digo, el chico morirá —escupió—. Harán lo que yo mande.
El pánico me envolvió del todo. Las lágrimas se me escapaban sin control y bajaban por la cara caliente. Sollozos que no podía contener. Cada sonido se volvía inmenso: las sirenas, las órdenes que rebotaban en la cocina, el grito de mi madre cortando el aire como un vidrio roto. Todo venía en oleadas que me empujaban hacia adentro, hacia un hueco que no sabía cómo llenar.
Mi respiración se volvió un hilo. Intenté tomar aire y todo me ardió: la garganta seca, el pecho apretado, un temblor que no me permitía sostenerme en pie. Sentía el mundo muy lejos, como si lo mirara a través de una ventana cubierta de agua. No podía pensar en nada más que en el frío del metal junto a mi sien y en la cabeza de Reik golpeada contra el suelo.
El olor a sangre me trajo un sabor metálico a la lengua. Lo escupí sin querer y me mareé. Las voces se distorsionaban; las órdenes del policía aparecían y desaparecían, demasiado rápidas para entenderlas. Mi vista se estrechó: solo veía la silueta de mi padre, la mancha roja en el suelo y la mano que me apretaba la muñeca hasta doler.
Un agente hizo un movimiento para que me quedara quieta. Su voz intentó ser suave pero firme:
—“Iris, tranquila, mírame. Respira conmigo.”
Quise obedecer. Quise que sus palabras fueran una cuerda que me sacara del pozo. Pero mi cuerpo no respondía: la boca seca, los músculos agarrotados, como si el terror me hubiera convertido en piedra.
—Papá… —susurré. Sonó lejano, como si lo hubiera dicho otra persona.
Él apretó más, como si mis palabras no pudieran atravesar la tormenta que lo consumía.
—Iris… —susurró, con voz temblorosa—. Nos iremos de aquí. Seremos felices, te lo prometo.
Las lágrimas me ardían. En un impulso que no sé de dónde saqué, dije con voz rota:
—Te perdono.
Pensé en las veces que Reik se inclinó por mí, en su sonrisa, en la sangre que ahora se extendía. Quise moverme, correr hacia él, pero mis piernas no obedecían.
Mi padre no dijo nada. Cerré los ojos y seguí:
—Te perdono por todo. Por lo que me hiciste, por lo que sufrí… por dejarme sola.
Hubo un silencio grave. Él bajó un poco el arma, como si mi perdón fuera una puerta. Se asomó una mueca de esperanza en su rostro. Y en ese segundo, el mundo se partió en dos.
Un ruido seco irrumpió desde fuera.
Mi padre giró la cabeza. Al volver su mano, algo ocurrió en un parpadeo: sentí un calor húmedo, un latido rojo que salpicó el aire. El cuerpo de mi padre se desplomó hacia atrás. Un impacto brutal lo dejó en el suelo.
Todo fue caos.
Hombres con chalecos negros entraron a empujones; policías gritaron órdenes; alguien arrancó a Reik del suelo.
Un agente se acercó y, sin invadir mi espacio, repitió:
—Respira hondo, cuenta conmigo: uno, dos, tres.
Sus manos se posaron breves sobre mis hombros, un contacto fijo, una mezcla de calma y mando. Conté. Intenté seguirlo. El aire volvió, a sorbitos, como si alguien abriera una válvula cerrada. No fue suficiente, pero fue algo.
Mi madre gritó mi nombre otra vez, y su voz me ancló. La vi correr hacia mí, los ojos desencajados, y entonces sí: un segundo de humanidad en medio del desastre. Me cogió como si yo fuera frágil vidrio y me hundí en su abrazo tembloroso.
—¡Iris, mírame! —era la voz de mi mamá, temblorosa, intentando mantener la calma mientras me abrazaba dentro de la ambulancia—. Todo está bien, hija, todo está bien…
Pero nada estaba bien.
A mi derecha, el cuerpo de Reik se movía levemente mientras los paramédicos presionaban una gasa contra su cabeza. Había sangre en su cabello, en sus dedos, y yo solo podía repetir su nombre una y otra vez.
—Reik… Reik, por favor, despierta…
—Tiene pulso —dijo uno de los paramédicos con voz firme—. La herida no es mortal, pero hay que mantenerlo estable hasta llegar al hospital.
Sentí una oleada de alivio que duró apenas un segundo. Luego vino la culpa. Un nudo enorme en el pecho que no me dejaba respirar.
—Fue mi culpa… —susurré, mirando mis manos manchadas—. Todo esto es por mí…
Mi madre me abrazó más fuerte.
—No digas eso, mi amor. No es tu culpa, ¿me oyes? —sus ojos estaban rojos, el rímel corrido, la voz hecha un hilo—. No tuviste la culpa de nada.
Pero yo sabía que sí.
Recordé a mi padre cayendo, su voz diciendo “solo quiero el perdón de mi princesa”.
Y mis labios, temblorosos, murmuraron sin pensarlo:
—Te perdoné, papá… pero no así.
Mi madre me miró, con las lágrimas cayendo, y me abrazó más fuerte.
—Estás a salvo, mi amor —susurró con voz rota.
Sentí una punzada en el brazo. Todo comenzó a volverse negro.
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Editado: 25.11.2025