Entre Lentes y Algodones de Azucar

Capitulo 37: La culpa de nada.

Sentí unas caricias suaves en el cabello, pero no quise abrir los ojos.
Tenía miedo.
Miedo de que, si lo hacía, la realidad me golpeara con toda su fuerza.
No quería ver a Reik, no quería ver su cuerpo herido... inconsciente.

Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin que pudiera detenerlas.

—Mi amor, estás a salvo... estás bien. Todo estará bien —susurraba la voz de mi madre mientras acariciaba mi rostro y besaba mi frente una y otra vez.

Sus palabras eran lo único que me mantenía a flote.
Entonces me quebré.

Los sollozos me sacudieron entera y me derrumbé en sus brazos.
—Te... tengo mi... miedo, mami —logré decir entrecortado, con la voz hecha trizas.

—Shh... shh... ya, mi vida. Estás a salvo. Estoy aquí, no te pasará nada —me dijo, apretándome fuerte contra su pecho.

Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Hasta que el cansancio pudo más que el dolor.

Cuando desperté, una enfermera entraba a dejar una bandeja con comida.
Mi madre me ayudó a incorporarme y comenzó a alimentarme como si fuera una niña.

—¿Cuándo puedo ver a Reik? —pregunté con la voz débil.

Ella suspiró.
—Por hoy no será posible.

—¿Por qué? ¿Está... está bien?

—Sí, tranquila, mi amor. Él está bien. Solo que todavía no ha despertado... el golpe fue fuerte, pero los médicos dicen que está estable. Cuando sea el momento, te llevaré a verlo.

Pero ese momento nunca llegaba.
Pasaron tres días. Tres días en los que mi madre me retuvo en el hospital sin dejarme verlo, siempre diciendo lo mismo: "Aún no es el momento".

El padre y el hermano de Reik vinieron a visitarme antes de que me dieran el alta. También Doña Elvira, mi vecina, que prácticamente se mudó a casa: cocinaba, limpiaba, me vigilaba.
Fifi no se despegaba de mí. Se pasaba el día en mis brazos, como si temiera que, si me soltaba, yo desapareciera.

El timbre sonó.
Doña Elvira fue a abrir.
—Iris, te buscan, mi niña.

Me levanté con Fifi en brazos y caminé hasta la puerta.
Allí estaba Erik.
Su sonrisa era débil, forzada; sus ojos, apagados.

—Hola, Iris. ¿Cómo estás? —dijo en un tono amable, aunque la tristeza lo traicionaba.

—¿Ocurrió algo, Erik? —pregunté, sintiendo que el corazón se me encogía.

—Sé que no debería pedirte esto ahora, pero... necesito tu ayuda.

—¿Qué pasa? —susurré, con un nudo en la garganta.

—Es Reik.

—¿Qué? —dije, sin aire. —Vamos —agregué, sin pensarlo dos veces, dejando a Fifi en los brazos de Doña Elvira y saliendo de la casa.

Pensé que iríamos al hospital.
Mis ojos buscaban el carro de Erik, pero él siguió caminando… directo hacia su casa.

Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que sentí que me iba a desmayar.

—¿Vamos a esperar a tu papá? —pregunté, tratando de encontrarle lógica a lo que estaba pasando.

Erik no respondió.
Solo siguió caminando.

Cuando subió el último escalón del porche, tropecé y choqué con su espalda tan fuerte que me golpeé la nariz.

—¿¡Estás bien, Iris!? —preguntó de inmediato, agarrándome por los brazos.

—Sí… tranquila, solo… —me sobé la nariz, temblando—. Erik… dime qué está pasando.

Él abrió la puerta.
Me hizo pasar.
El silencio de esa casa me heló la sangre.

Mi pecho ardía.
Mi respiración estaba fuera de control.

—¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué no vamos al hospital? ¡Erik, por favor! —dije, sintiendo que las lágrimas ya querían salir.

Él cerró la puerta con suavidad… pero sus manos temblaban.

—Lo siento, Iris… —susurró.

—¿Qué… qué sientes? —pregunté sin aire.

No se atrevía a mirarme.
Cuando por fin levantó la cabeza, sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Erik, dime la verdad —dije con la voz rota—. ¿Qué ocurrió? ¿A Reik… le pasó… algo malo?

Mis piernas empezaron a fallar.

Él dio un paso hacia mí y tomó mis manos entre las suyas.
Estaban heladas.

—Quiero verte fuerte, ¿sí? Sea lo que sea que pase… quiero que recuerdes que él está vivo. Que está aquí. Que sigue siendo él.

—¿Erik… qué estás diciendo? —mi voz se quebró—. ¡Dímelo! ¡Por favor, dímelo!

Mis lágrimas ya corrían sin control.
Mi pecho subía y bajaba rápido, como si me faltara oxígeno.

—El golpe… —Erik tragó saliva, intentando contener el llanto—. El golpe fue más fuerte de lo que pensamos. Hubo un hematoma. Presionó la zona que controla las piernas, Iris… y él…

Mi visión se nubló.

Mi corazón se detuvo.

—No… —susurré—. No, no, no… no. Erik… dime que no. Dime que no…

—Perdió la movilidad —dijo en un susurro roto—. Por ahora… no puede caminar.

Me tapé la boca con ambas manos.
Sentí que iba a vomitar del miedo.

Un grito silencioso me atravesó el pecho.

—¡NO! —me quebré—. No… por favor no… ¡Él no! ¡No Reik! ¡No Reik!

Mi cuerpo entero temblaba.
Mis sollozos eran tan fuertes que parecían golpes.
Erik intentó abrazarme, pero yo retrocedí, desesperada, sin saber dónde poner mis manos, cómo respirar, cómo seguir existiendo.

—¡¿Dónde está?! —grité— ¡Déjame verlo!

Las lágrimas corrían como si me desgarraran por dentro.

—Él… está aquí —respondió Erik con un hilo de voz.

Y entonces lo escuché.

Un suspiro.
Una respiración.
Un débil roce de ruedas contra el piso.

Me giré lentamente.

Y lo vi.

Reik.

Sentado en una silla de ruedas.
Su papá estaba detrás de él, empujándolo con cuidado.
El rostro de Reik estaba pálido, cansado… pero sus ojos… sus ojos buscaban los míos con una mezcla de miedo, dolor y .... amor

—Iris… —susurró él, con la voz más frágil que le había escuchado jamás.

Y yo… me rompí.

Solté un grito ahogado y corrí hacia él sin pensar.
Me arrodillé frente a la silla y lo abracé tan fuerte que sentí que mi alma entera se pegaba a la suya.




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