Entre Lentes y Algodones de Azucar

Capitulo 38: Lo que sí es mi culpa.

Reik me había tomado del rostro, mis pulgares rozaban sus mejillas mientras él intentaba sonreír para que yo no me quebrara.
Su padre lo había ayudado a sentarse en el sofá de la sala y luego nos dejó solos.

—Reik... perdóname —susurré, acariciando su mejilla con suavidad.

—Iris, esto no es culpa tuya —dijo, limpiando una lágrima que traicionera rodó por mi cara.

—Sí lo es... —mi voz se quebró—. Por mi culpa tú... tú estás—

—Iris —me interrumpió con firmeza—. Tú no tienes la culpa de las cosas que él hizo.

—Por favor... —tomé su mano entre las mías, temblando—. No intentes hacerme sentir mejor mintiéndome. Tú no, Reik. Tú no me mientas.

Él frunció el ceño, dolido.

—Iris...

—Ya sé lo que vas a decir —lo corté, limpiando mis lágrimas con torpeza—. Vas a querer cuidarme, protegerme, decirme mil cosas lindas para que deje de sentir esto... pero nada de lo que digas va a cambiar que si yo...

—¿Si tú qué? —preguntó con un suspiro exasperado—. ¿Vas a decirme que si hubieras hablado? ¿Que si no nos hubiéramos besado? Iris... tú no tienes la culpa de las decisiones que tomó tu padre. ¡No puedes cargar con eso!

Me levanté de golpe.
Sentía la rabia, la impotencia, la tristeza mezclándose en mi cuerpo como fuego.
Caminé dos pasos, apretándome fuerte las manos.

—¿Crees que no lo sé, Reik? —dije con la voz temblorosa—. Todo el mundo me dice lo mismo. Que no es mi culpa. Que no debo cargar con eso. ¡Pero eso no cambia que por mi tú estás así!

Él me miró... con una mezcla de dolor y frustración.

—¿Eso es lo que quieres oír, Iris?

—Sí —dije con un susurro roto—. Me encantaría que dejaran de intentar limpiar mi culpa... cuando sé que...

—Sí lo eres —me interrumpió.

Me congelé.
Sentí que mi corazón dejó de latir.

—¿Qué...? —susurré.

Él sostuvo mi mirada, profundo, intenso, sin parpadear.

—Eres la culpable... —dijo con voz ronca—. De que tu padre te amara.
—Eres la culpable de que yo esté completamente loco por ti.
—Eres la culpable de que no me importe poner lo que sea en riesgo por ti.

Yo respiraba a medias.
Mi pecho subía y bajaba rápido.
No sabía si llorar o romperme o caerme al suelo.

—Y sí —continuó—. Eres la culpable de que me importes tanto que no pueda imaginar mi vida sin ti.

Me llevé una mano a la boca.
Las lágrimas caían sin permiso.

—Pero no eres la culpable de las decisiones que tomó tu padre.
—Y no voy a permitir que te castigues por eso —agregó con una firmeza que no le había escuchado —. Nunca.

—Reik... —susurré.

—Ven —dijo él suavemente.

Di un paso.
Otro.
Hasta que estuve frente a él.

Me tomó la cara con ambas manos, con tanta delicadeza que me rompió más.

—Iris... no te culpo de nada. ¿Sabes por qué?
Porque tú no decides las acciones de los demás.
Solo las tuyas.
Y las tuyas... —me acarició la mejilla con el pulgar—... siempre han sido por amor.

Mi corazón explotó.
Me dejé caer en sus brazos y lo abracé con toda mi fuerza.
Él me envolvió de vuelta, apoyando su rostro en mi hombro.
Sentí su respiración temblar.
Su mano subió a mi cabello, lo apartó y empezó a darme pequeños besos en la mejilla, suaves, cálidos, como si quisiera reconstruirme pedacito por pedacito.

Solté una risita ahogada, sin poder evitarlo.
Me separé apenas, nuestras frentes casi tocándose.

—Perdón... por no estar contigo en el hospital —susurré.

Él tomó un mechón de mi cabello y lo colocó detrás de mi oreja.

—Yo pedí que no fueras —confesó.

Me alejé un poco, confundida.

—¿Por qué? ¿Acaso... no querías verme?

—¡No! —dijo rápido, casi asustado—. Iris, no... yo solo... no quería que pasara lo que está pasando.

—¿Qué...? —pregunté.

—Cuando el doctor me dio la noticia... —tragó saliva— lo primero que pensé fue: Iris va a decir que es su culpa.
Y lo menos que quería...
lo que más me aterraba...

Mi voz salió apenas como un susurro:

—¿Qué te aterraba?

Él levantó la vista y sus ojos estaban llenos de dolor.

—Que te alejaras de mí.

Reik bajó la mirada, como si tuviera miedo de lo que yo dijera.
Tomé su mano con suavidad, la subí hasta mi rostro y luego acaricié su mejilla con la punta de mis dedos.

—Reik... mírame —susurré.

Él levantó los ojos, despacio, como si le costara.

—No voy a ninguna parte —dije, clara, firme, sin temblar esta vez.

Me acerqué un poco más, nuestros labios a centímetros.

—Escúchame bien... saca esa idea loca de la cabeza.
Estoy aquí. Me voy a quedar aquí. Contigo —susurré, rozando su nariz con la mía.

Él dejó escapar un suspiro que parecía llevar días atrapado en su pecho.

Y entonces lo besé.

Primero suave, tierno, como una promesa.
Luego un poco más profundo, con la necesidad acumulada de todo lo que habíamos pasado.
Su mano subió a mi cintura, insegura, como si tuviera miedo de lastimarme, y yo me acerqué más, respondiendo cada duda que él pudiera tener.

Cuando me separé, él seguía con los ojos cerrados, respirando como si por fin pudiera hacerlo sin dolor.

—No te vayas de mí... —susurró, todavía con los ojos cerrados.

—No me voy —respondí, acariciando su mejilla—. No lo haré.

Él abrió los ojos. Y entonces lo vi.
Ese miedo escondido.
Una inseguridad muy cruel.

—Iris... —tragó saliva—. ¿Y si...? ¿Y si esto...? —miró su propia pierna inmóvil—. ¿Y si no vuelvo a caminar igual?
¿Y si me quedo... así? —dijo casi en un susurro roto, como si la palabra lo quemara.

Mi corazón se apretó, pero no de miedo.
De amor.

Me acerqué, tomé su rostro entre mis manos y lo obligué a mirarme.

—Reik... no estás solo en esto.
Si caminas, voy contigo.
Si te toca aprender de nuevo, aprendo contigo.
Y si algún día no puedes... —besé su frente— caminaré por los dos.




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