Entre libros y miradas

Capítulo 4: El ruido de lo invisible

El lunes llegó como todos los lunes: arrastrado, frío, lleno de murmullos sin importancia. Camila caminaba por el pasillo del colegio con el estómago tenso. Ya era rutina. Cada paso entre las miradas, las risas lejanas, los susurros que no estaban dirigidos a ella, pero que dolían igual… se sentía como cruzar un campo de batalla en cámara lenta.

Apretaba contra su pecho su libro de turno, Tokio Blues, y fingía que el mundo a su alrededor no existía. Así sobrevivía. Invisible. Silenciosa. Resguardada en la cueva que ella misma había construido.

Pero hoy… algo en el aire estaba distinto.

Cuando entró al aula, la encontró vacía. Extrañamente vacía. Eso ya era raro, porque siempre había algún grupito hablando, molestando, riendo. Avanzó hasta su asiento habitual, junto a la ventana, y dejó su mochila. Fue entonces cuando lo notó.

Había una nota sobre su pupitre.

Sus dedos temblaron al tomarla. El papel estaba doblado con descuido, como una advertencia lanzada al azar. Lo abrió.

"¿Creías que podías gustarle a alguien como él?"
"Te ves patética fingiendo que no te importa."
"Mírate. Nadie quiere estar con una ballena deprimida."

El mundo se detuvo.

Camila sintió un golpe seco en el pecho.
Sus ojos se nublaron al instante. Su garganta se cerró como si alguien la hubiera apretado por dentro.

Miró hacia la puerta. Nadie. Miró alrededor. Nada fuera de lugar. Excepto su corazón, que latía desbocado.
Se sentó despacio, como si su cuerpo ya no tuviera fuerzas. No lloró. No aún. Pero la sensación era peor que el llanto: una mezcla de vergüenza, furia, tristeza y… impotencia.

Sabía quién había escrito esa nota. No hacía falta firmarla.

Abril.

Durante los días anteriores, la chica popular había intensificado su ataque. Primero eran solo palabras lanzadas al aire. Luego risitas, empujones “accidentales” en los pasillos, comentarios sobre su ropa, su cabello, su peso.

Pero esto… esto era más personal. Más cruel.

La clase empezó. Camila apenas escuchó al profesor. Mantenía la cabeza baja, las manos frías, el corazón hecho nudo.

Cuando sonó el timbre del recreo, pensó en quedarse. Pero necesitaba aire. Salió al patio y se fue directo al rincón más alejado, donde sabía que casi nadie iba: un banco viejo bajo un árbol de hojas secas. Su lugar secreto.

Se sentó, abrió el libro sin leerlo, y cerró los ojos. Respiró hondo. Trató de repetirse lo que siempre se decía: no importa, no duele, no eres lo que ellas dicen, no eres lo que ellas dicen…

—¿Quién te dejó esa nota?

La voz la sobresaltó.

Alzó la vista y allí estaba él.

Jackson.

Camila no respondió. Solo lo miró, sintiendo que el alma se le salía por los ojos.

Él se sentó a su lado sin pedir permiso, pero sin invadir. Tenía el papel arrugado en la mano.
Lo había encontrado.
Lo había leído.

—No debiste leer eso —dijo ella con la voz quebrada.

—Claro que sí —respondió él, firme—. Alguien tenía que leerlo. Alguien tenía que decir algo.

Camila bajó la mirada. Un silencio largo cayó entre ellos.

—No quiero que nadie se meta —murmuró—. Solo quiero pasar desapercibida.

—¿Y eso te ha hecho feliz? —preguntó él.

La pregunta la golpeó como una piedra en el pecho.

Jackson la miraba, y por primera vez, no con esa calma lejana, sino con intensidad. Con fuego en los ojos.

—No te lo mereces —dijo él, bajando un poco la voz—. Nadie se merece eso.

Camila apretó los labios. Sintió que iba a llorar, pero no quería hacerlo frente a él.

—¿Por qué te importa? —susurró—. Ni me conoces.

—Porque yo también he sido invisible —respondió él—. Y sé lo que es tener que esconder partes de uno solo para que el mundo no te haga pedazos.

El corazón de Camila latía con fuerza ahora. Por el dolor. Por la emoción. Por el miedo.

—No soy como las otras —dijo en voz baja, casi como disculpa—. No soy bonita. No soy delgada. No soy divertida. No soy lo que a ti te gustaría.

Él la miró como si acabara de decir la cosa más absurda del mundo.

—¿Y tú qué sabes lo que a mí me gustaría?

Y entonces, se levantó.

—Ven conmigo.

Camila lo miró, confundida.

—¿A dónde?

—A que dejes de esconderte.

Él caminó hacia el edificio. Ella lo siguió, con las piernas temblorosas.

Al llegar al pasillo principal, donde todos los estudiantes se reunían, Elías subió a una banca. Nadie entendía qué pasaba. Lo miraban como si se hubiera vuelto loco.

Él levantó la nota en alto.

—Esto —dijo en voz fuerte— es lo que alguien escribió a una de las personas más auténticas que conozco. Una persona que no molesta a nadie. Que viene a estudiar, a vivir su vida, y a ser feliz a su modo. Esto no es gracioso. Esto es cobardía.

Todos lo miraban. Incluida Abril, que lo observaba con una mezcla de furia y desconcierto.

—Si crees que hacerle daño a alguien te hace fuerte, estás más rota de lo que imaginas —continuó Elías, bajando la mirada hacia Abril sin decir su nombre, pero todos entendieron.

El silencio fue total.

Camila, de pie a unos metros, sintió que le ardían los ojos. No de tristeza esta vez… sino de algo parecido al orgullo. Al calor. A una emoción que no sabía cómo se llamaba.

Jackson bajó de la banca, caminó hacia ella y le extendió la mano.

Ella dudó. Pero la tomó.

Y por primera vez… Camila se sintió vista.
No como la rara.
No como la gordita.
No como la asocial.

Sino como ella. Con todo lo que era.
Y con todo lo que podía llegar a ser




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