Los días que siguieron al incidente en el pasillo no fueron silenciosos.
Para el resto del colegio, Jackson se había convertido en algo así como una leyenda: el chico que se atrevió a desafiar a Abril Rodríguez frente a todo el mundo. Los murmullos crecieron. Algunos lo miraban con respeto, otros con cautela. Pero lo cierto era que, después de eso, algo se había movido en los pasillos.
Y Camila… también estaba cambiando.
No fue de golpe. No fue una transformación mágica. No hubo música de fondo, ni un montaje de película donde al final ella saliera en cámara lenta con un nuevo look y todos se sorprendieran.
No.
Fue lento. Interno. Íntimo.
Una revolución silenciosa.
El primer paso fue abrir su armario y elegir una blusa que llevaba meses sin usar porque le parecía “demasiado ajustada”. Ese día, la miró fijamente frente al espejo. Su reflejo la incomodaba, pero también la retaba.
—No voy a esconderme más —dijo en voz baja.
Se la puso. Se sintió insegura, sí. Pero también… libre. Como si estuviera desatando una parte de sí que había mantenido atrapada durante años.
Kafka la miró desde la cama, como si aprobara en silencio. Luna ladró bajito, meneando la cola.
En el colegio, nadie dijo nada al respecto. Y eso, curiosamente, fue un alivio. Porque muchas veces Camila había sentido que todos la juzgaban con la mirada. Ese día comprendió algo: a veces, el juicio más duro venía de ella misma.
También empezó a levantar la mirada al caminar. Ya no bajaba los ojos cada vez que pasaba alguien. Y aunque aún le costaba sostener miradas largas, se forzaba a hacerlo por unos segundos más cada día.
Jackson, por su parte, no cambió su forma de ser. No se volvió más hablador ni más efusivo. Pero sí más presente. Se sentaba con ella a veces. Le dejaba dibujos pequeños. Frases escritas con letra inclinada. Fragmentos de libros.
—“El dolor no es noble, pero lo que hacemos con él puede serlo.” —decía uno.
—“No necesitas cambiar tu cuerpo, solo dejar de pelear con él.” —decía otro.
Camila los guardaba como tesoros. En su libreta. En su corazón.
Un día, en clase de arte, la profesora les pidió hacer un autorretrato.
Camila sintió un nudo en el estómago. ¿Cómo iba a retratarse a sí misma, si ni siquiera sabía cómo se veía? Durante años había evitado los espejos, las cámaras, los reflejos en las vitrinas. Se conocía más por lo que los demás decían de ella que por lo que realmente era.
—No tiene que ser literal —dijo la profesora—. Puede ser simbólico, puede ser abstracto. Lo importante es que se represente a ustedes.
Camila se quedó mirando la hoja en blanco. Luego, sin pensarlo demasiado, empezó a dibujar. No un rostro. No un cuerpo.
Dibujó un jardín.
Con flores cerradas, pero creciendo. Algunas marchitas, otras abriéndose tímidamente. Un cielo nublado, pero con rayos de sol colándose entre las nubes. Un árbol torcido, pero fuerte. Y en el centro… un libro abierto, con raíces que bajaban a la tierra y ramas que se extendían hacia el cielo.
Cuando terminó, lo miró en silencio.
No era perfecto. Pero era ella.
La profesora pasó por su lugar, lo observó, y le sonrió con ternura.
—Hermoso trabajo, Camila.
Fue la primera vez que alguien decía su nombre con esa dulzura… y le creía.
Poco después, en el recreo, Abril se cruzó con ella en el pasillo.
Llevaba días en silencio. Después de la escena de Elías, había mantenido su distancia. Pero algo en su mirada mostraba que no había olvidado. Que no lo dejaría pasar tan fácil.
—Así que ahora caminas como si el colegio fuera tuyo —dijo con voz seca, mientras bloqueaba su paso.
Camila se detuvo. Por reflejo, bajó un poco la mirada. Pero esta vez, algo dentro de ella le dijo: no lo hagas.
La levantó de nuevo.
—Solo estoy caminando —respondió con voz suave, pero firme.
Abril entrecerró los ojos.
—¿Te crees especial porque te defendió? No va a durar. Él es como todos. Se va a aburrir de ti.
Camila apretó los labios. Su corazón golpeaba fuerte. Pero respiró hondo. Sostuvo la mirada.
—No necesito que nadie me salve. Solo necesito dejar de tener miedo —dijo. Y dio un paso hacia un lado, esquivándola sin brusquedad, pero con firmeza.
Abril no respondió. Solo la observó, sorprendida. No estaba acostumbrada a que la gente no se doblara ante ella.
Camila siguió caminando. Las piernas le temblaban, pero no se detuvo. No hasta llegar al aula, donde se sentó, respiró hondo y… sonrió.
Pequeño. Íntimo. Real.
Porque algo estaba floreciendo en su interior.
Y aunque el camino aún era largo, y las inseguridades seguían allí, ya no eran cadenas.
Eran sombras.
Y ella había empezado a encender la luz.
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Editado: 10.06.2025