Volví a casa con la mente hecha un nudo. Las palabras de Ricardo aún resonaban en mi cabeza:
"Estoy harto de que él rompa cosas que no sabe valorar."
Lo escribió todo en mi cuaderno esa noche.
“Hoy alguien me vio. No como ‘la chica que siempre cuenta los pasos’ o ‘la que lava las manos cinco veces’. Me vio, y eso fue suficiente para no sentirme invisible por un rato.”
Cerré el cuaderno con cuidado, como si cada palabra fuera sagrada. Mis rituales antes de dormir —alinear las zapatillas, acomodar el reloj tres veces, contar hasta ocho— me tranquilizaron lo justo para cerrar los ojos.
Al día siguiente, en el colegio, algo se sentía… raro. Las miradas. Los murmullos. Como si algo flotara en el aire. Y entonces lo vi. A Damián. Apoyado contra su casillero, con la mandíbula tensa y los brazos cruzados.
Nuestros ojos se cruzaron.
—¿Así que ahora hablas con mi primo? —soltó, sin saludar.
Me detuve en seco. Su tono era ácido, casi desafiante. Su forma de mirar, como si me conociera… y al mismo tiempo no supiera quién era yo.
—¿Y eso qué importa? —repliqué, más firme de lo que esperaba.
—Importa —gruñó—. Porque él no se mete con nadie. Y ahora resulta que contigo sí.
Me eché a reír, sin humor.
—¿Te molesta que alguien se preocupe por mí? ¿O que no te necesite para respirar?
Damián apretó los puños. Se acercó un paso.
—No te confundas, Daphne. Solo te dije "un amor", no te saqué el corazón.
—No hace falta sacar el corazón cuando te lo aplastan con indiferencia —respondí, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos, pero negándome a dejarlas salir.
Él bajó la mirada, solo por un segundo.
—No fue mi intención…
—Pero igual lo hiciste.
Hubo silencio. Incómodo. Denso. Como una pared invisible entre los dos.
—No te quiero ver con Ricardo —dijo al final.
Solté una risa amarga.
—No eres nadie para decirme con quién hablar.
Damián se quedó callado. Pero algo en su expresión se quebró. Como si esa frase le hubiera dolido más de lo que esperaba.
—¿Él te gusta? —preguntó con un hilo de voz, casi imperceptible.
Me quedé muda. No por la pregunta, sino por lo que vi en sus ojos: miedo. Un miedo real. Como si por fin entendiera que ya no tenía control sobre mí.
—Él me respeta —dije, simple.
Y me fui. Sin mirar atrás. Aunque por dentro, mi corazón latía como si intentara escapar de mi pecho.
“Hoy lo miré a los ojos. Y no era el mismo. Ya no era el Damián que me usaba cuando le convenía. Era un Damián herido. Celoso. Humano. Pero eso no borra lo que hizo. Y yo… no sé si quiero salvarlo o seguir alejándome.”
Cierro el cuaderno y lo coloco en mi mochila con cuidado. Sé que este es solo el comienzo. La herida está abierta. Pero también, por primera vez, estoy dejando que cicatrice.