Las palabras de Ricardo habían sido un bálsamo extraño en medio del caos.
"Todo lo que te hace sentir algo es importante."
Me lo repetí al menos once veces mentalmente mientras caminábamos juntos por la calle. Once. No doce, no diez. Once era el número correcto. El único que no se sentía "sucio" en mi mente.
—¿Te molesta si vamos por otro camino? —le pregunté, señalando una calle lateral.
No podía pasar por la avenida principal. Me recordaba demasiado a Damián. A su perfume cuando caminábamos juntos. A su voz burlona cuando me decía que contaba pasos como si eso me fuera a salvar de algo.
—Claro, donde tú quieras —respondió Ricardo sin cuestionarme.
Y eso… eso también era extraño. La mayoría de las personas preguntaban ¿por qué?, ¿qué tiene de malo esta calle?, ¿estás evitando algo?
Pero Ricardo solo aceptaba. Como si entendiera que yo tenía mi propio mapa del mundo, uno lleno de caminos alternos y reglas que no podía explicar.
Caminamos en silencio un rato. Mi cabeza repasaba lo que había sentido al lado de Damián esta mañana. Su indiferencia, su forma de llamarme “un amor” con esa sonrisa que no decía nada. Quería arrancarme esa frase de la piel, como si fuera una espina que se hubiera enterrado muy hondo.
—¿Tú alguna vez… —dije, dudando— sentiste que eras invisible para alguien que te importaba demasiado?
Ricardo se quedó callado. Se detuvo frente a una banca vacía en una plaza pequeña.
—¿Nos sentamos?
Asentí. Nos sentamos. El aire era frío y yo tenía las manos dentro de los bolsillos de mi chaqueta. No porque hiciera tanto frío, sino porque necesitaba apretarlas para evitar hacer mis rituales frente a él.
—Sí —respondió, finalmente—. Lo sentí muchas veces. Especialmente con Damián.
Mis ojos se agrandaron un poco.
—¿Con Damián?
Él asintió, con esa seriedad que siempre llevaba encima.
—Cuando éramos niños, él siempre fue el que brillaba. El favorito. El carismático. Yo era solo… el primo serio. El que no decía mucho. Así que sí, lo entiendo. Damián puede hacerte sentir como si fueras especial por un momento y luego desaparecer, como si nada hubiera pasado.
Sus palabras me golpearon en un lugar que ni siquiera sabía que existía.
—Eso es exactamente lo que siento —murmuré.
Él giró la cabeza para mirarme.
—Lo noté desde hace tiempo. La forma en que lo miras, cómo te afecta todo lo que hace. Y no te voy a mentir, me preocupó. Porque tú… tú no mereces eso.
Mi respiración se volvió un poco más lenta. Mi cabeza empezaba a llenarse de pensamientos que se amontonaban, como notas adhesivas pegadas en todas las paredes de mi mente: "¿qué está diciendo?", "¿va a decirme que le gusto?", "¿cómo se lo explico?"
Ricardo se inclinó un poco hacia adelante, apoyando los codos sobre sus rodillas.
—Por eso quería aclararte algo. Yo... me importas mucho, Daphne. En serio. Pero no como tú piensas.
Me quedé en silencio.
—Te veo como una hermana menor —añadió, sin titubear—. Una muy valiente. Una que lucha con un monstruo invisible todos los días y aún así se levanta, se peina esas ondas perfectamente alineadas que revisa cuatro veces en el espejo, y va al colegio con esa mirada intensa que esconde un millón de cosas.
Sentí un nudo en la garganta. Uno que no dolía... era otra cosa. Era alivio.
Una parte de mí había temido que Ricardo confundiera las cosas. Que se creara una historia romántica en su cabeza. Pero no. Él había sido claro. Fraternal. Limpio.
Y sobre todo, me había visto. De verdad.
—Gracias —susurré, bajando la mirada.
—¿Por qué?
—Porque fuiste honesto. Porque no jugaste con lo que sientes. Y porque no me hiciste sentir rara por lo que yo siento.
Él sonrió, apenas.
—Daphne... tú no eres rara. Solo tienes una forma diferente de sentir. Y eso no está mal.
Apoyé mi cabeza en su hombro por unos segundos. Solo unos segundos. Lo conté en mi mente: uno... dos... tres... cuatro... cinco. Luego me alejé. El número impar me daba paz.
—¿Puedo escribir esto en mi cuaderno? —pregunté con una sonrisa leve.
—Claro, pero pon que soy más guapo en persona.
Solté una pequeña risa. Fue la primera del día.
Esa noche, en mi cuarto, abrí mi cuaderno. Escribí:
"Ricardo me dijo que soy valiente. Que lucho con monstruos invisibles. Hoy no me sentí rota. Me sentí humana. Y aunque no es el tipo de amor que esperaba, es el tipo de amor que sana."
Cerré el cuaderno. Y por primera vez en semanas, no conté cuántas veces me lavé las manos antes de dormir.
Porque algo dentro de mí —algo muy pequeño, casi imperceptible— había empezado a sanar.