No dormí.
La noche fue una extensión de mi caos mental: pensamientos desordenados, imágenes de Damián repitiendo “un amor” con esa indiferencia que me rompió por dentro, y el peso de sentirme insuficiente.
Una más.
Una cualquiera.
Por la mañana, mis ojos estaban hinchados. Me miré al espejo y no me reconocí. ¿Cuándo me volví tan frágil? ¿Cuándo dejé que alguien tuviera tanto poder sobre mí?
Guardé mi cuaderno en la mochila con el cuidado con el que uno guarda un secreto. Porque eso era. Mi cuaderno era mi escondite, mi confesionario. Solo allí podía ser realmente yo.
En el colegio, el mundo seguía girando como si nada hubiera pasado. Las risas llenaban los pasillos, los murmullos, las miradas cómplices entre parejas que se buscaban con los ojos. Y yo ahí… caminando como una sombra entre luces.
En el patio, encontré a Melanie sentada bajo uno de los árboles, riendo de algo que decía Ricardo. Él, por primera vez, sonreía abiertamente. Nunca lo había visto así. Siempre serio, distante, con esa expresión impenetrable. Pero con Melanie parecía distinto, más humano… más cálido.
Me acerqué despacio, sin saber si interrumpía algo. Melanie levantó la vista y me hizo señas, feliz.
—¡Daphne! ¡Ven, siéntate!
Me obligué a sonreír y me senté a su lado. Ricardo me saludó con un leve movimiento de cabeza. Había algo diferente en su mirada. Como si estuviera viendo más de lo que yo quería mostrar.
—¿Dormiste algo? —preguntó Melanie con preocupación.
—Un poco —mentí.
Ricardo me observó unos segundos antes de hablar.
—Tus ojos dicen lo contrario.
Quise responder algo, pero no pude. Apreté fuerte mi cuaderno contra el pecho.
Melanie intentó cambiar el tema y habló de una película tonta que había visto. Se reía, y Ricardo se burlaba suavemente, diciendo que tenía mal gusto, pero con un brillo en los ojos que no había visto antes. Coqueteaban. Lo supe porque yo lo estaba viendo desde afuera, como si fuera una escena que no me pertenecía.
Me alegraba por ellos. De verdad. Pero también me sentía más sola que nunca.
Fue entonces cuando la vi.
Carla.
Ella entró al patio como si fuera suyo. Alta, elegante, segura. Su cabello castaño oscuro caía con ondas perfectas, y cada paso suyo hacía que todo el mundo la notara. Venía acompañada de sus amigas, todas igual de impecables. Pero ella… ella destacaba. Porque no era solo belleza. Era poder.
Sus ojos recorrieron el lugar hasta encontrarnos. Hasta encontrarme.
Y sonrió. Pero no fue una sonrisa amable. Fue una de esas sonrisas que te congelan el alma.
—¿Ella es Daphne? —le susurró a una de sus amigas, pero lo suficientemente alto como para que yo escuchara.
No supe qué hacer. Me aferré al cuaderno como si fuera un escudo invisible.
—¿Quién es esa? —murmuró Melanie, frunciendo el ceño.
—Carla. —susurró Ricardo, sin mirarla directamente.
—¿La ex de Damián? —preguntó Mel.
—No. Nunca fueron novios… —dijo Ricardo, y luego agregó con desgano—. Pero ella siempre ha creído que sí.
Carla se acercó, sus tacones repiqueteando sobre el suelo con ritmo decidido.
—Hola, Ricardo. —dijo, con una voz dulce, empalagosa, envenenada.
—Hola, Carla. —respondió él, sin emoción.
Luego me miró. De arriba abajo. Como si pudiera ver todas mis grietas.
—Tú debes ser Daphne.
Tragué saliva. Melanie me miró, tensa.
—Sí… —respondí con voz baja.
—He oído hablar de ti. —Carla ladeó la cabeza, con falsa amabilidad—. Damián siempre ha tenido debilidad por las causas perdidas.
Sentí cómo todo mi interior se quebraba. Sus palabras eran cuchillas disfrazadas de cortesía.
—No tienes idea de lo que dices —intervino Melanie, furiosa.
—Ay, no te enojes, linda. Solo digo que él es muy... generoso. Siempre cuidando de las almas rotas. —me miró de nuevo—. ¿Estás bien? Te ves... frágil.
Ricardo se levantó.
—Carla, ya basta.
—Solo estoy siendo amable. —Y con esa misma sonrisa falsa, se alejó, como si no hubiera hecho nada.
Yo quería desaparecer.
Melanie me abrazó fuerte.
—No le creas ni una palabra. Es una arpía.
Ricardo me miró, y por primera vez su expresión fue… ¿protectora?
—No dejes que Carla te haga dudar de lo que vales. Y sobre Damián… —guardó silencio un momento—, él no sabe lo que quiere. No dejes que eso te destruya.
Asentí, aunque no estaba segura de poder seguir fingiendo que todo estaba bien.
Esa tarde, encerrada en un rincón de la biblioteca, abrí mi cuaderno. Mis dedos temblaban.