Esa noche, Melanie vino a dormir a casa. Dijo que quería distraerse, pero en realidad, creo que sabía que yo era la que necesitaba distracción.
No hablamos mucho al principio. Nos encerramos en mi cuarto, pusimos música bajita y nos recostamos en la cama, mirando el techo. Afuera llovía, y el sonido de las gotas era lo único que llenaba el silencio.
—¿Te pasa mucho? —preguntó Melanie de pronto, con voz suave—. ¿Eso de no poder dormir cuando te duele algo?
Asentí.
—Sí. Es como si mi cabeza no tuviera botón de apagado. Todo da vueltas, y cuando intento cerrar los ojos… aparecen los pensamientos que más quiero evitar.
Ella no dijo nada, solo estiró la mano y tomó la mía. Esa calidez me hizo querer llorar.
—¿Quieres escribir? —me preguntó.
Negué. Por primera vez, no quería mi cuaderno.
—No hoy. Hoy necesito hablarlo. Aunque me dé miedo.
Melanie esperó. No me apuró. Me dio espacio.
—No es solo Carla… —empecé, en voz baja—. Ni siquiera es Damián. Es esta sensación constante de no ser suficiente. De pensar que si me río demasiado fuerte, si me muevo raro, si hablo cuando no debo… todos van a mirarme como si estuviera mal.
—¿Por el TOC?
—Por todo. —Tragué saliva—. A veces siento que estoy compuesta de piezas que no encajan. Y cuando algo me duele, no lo muestro. Solo lo guardo, lo escribo… pero nunca lo dejo salir. Hasta que exploto.
Hubo un silencio largo. Melanie no soltó mi mano.
—¿Y con Damián? ¿Qué sientes?
Dudé. No por falta de respuesta, sino porque me dolía decirlo en voz alta.
—Siento… que me estoy enamorando de alguien que nunca me va a elegir. Que me ve como una persona que necesita ayuda, no como alguien a quien amar.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. No pude evitarlo.
—Y me odio por eso. Porque sé que no debería sentirme así. Porque sé que no soy una carga, pero cuando estoy con él… me siento como una niña pequeña que solo busca que la cuiden.
Melanie se giró hacia mí, con los ojos brillosos también.
—Daphne… tú no eres una carga. Eres increíble. Valiente, sensible, inteligente. Eres la persona más auténtica que conozco.
—¿Y si él no lo ve?
—Entonces no es tan inteligente como crees.
Solté una risa entre lágrimas. Ella también rió, limpiándome el rostro con la manga de su pijama.
—¿Sabes qué? —dijo Melanie—. A veces no necesitamos escribir para sanar. A veces, solo necesitamos a alguien que nos escuche y nos abrace cuando todo duele.
—Gracias por ser tú. Por quedarte.
—Siempre. Yo soy tu gente, Daphne. Para todo. Incluso para odiar juntas a Carla.
Ambas reímos más fuerte esta vez. Y por primera vez en días, sentí que no me ahogaba.
Esa noche dormí. No profundamente, no sin interrupciones, pero dormí. Y cuando desperté, mi cuaderno seguía cerrado.
Porque, por una vez, mis sentimientos ya no estaban atrapados entre líneas. Los había dicho. Y alguien los había escuchado.