Todo empezó con una mentira.
Una hoja pegada en el pizarrón central del colegio. Letras rojas impresas con palabras que no me pertenecían, pero que llevaban mi nombre.
"Daphne escribe sobre todos. Habla mal de sus amigos. Dice que se hace la loca para llamar la atención."
Mi pecho se cerró.
Había una copia de esa hoja en cada piso. En el baño de chicas. En el comedor. En el casillero de Damián. En la puerta del aula.
El cuaderno. Habían fotocopiado hojas de mi cuaderno. De mi espacio más íntimo.
—¿Quién hizo esto? —preguntó Ricardo, arrugando el papel—. ¿Quién se atreve a hacer una mierda así?
Pero yo ya sabía.
Carla me miró desde el fondo del pasillo, con una sonrisa torcida, como si acabara de ganar un juego cruel.
El pasillo empezó a murmurar. Como un enjambre que se activa ante la sangre.
Melanie me agarró de la mano. Pero yo no sentía nada.
Todo se nubló. Todo se hizo pequeño y distante.
Y entonces vino el ruido.
Ese ruido blanco que se mete en el oído. Ese que no te deja pensar. Que no te deja respirar. Que te obliga a querer desaparecer.
—No puedo —dije, apenas.
Corrí. No sabía hacia dónde. Solo necesitaba salir. Silencio. Algo que me apagara este temblor.
Entré a un aula vacía. Cerré la puerta. Me tiré al suelo.
Conté.
Uno, dos, tres...
Me rasqué los brazos. Me tapé los oídos. Me golpeé la cabeza suave, como si eso me devolviera al control.
Y entonces, la puerta se abrió.
—Daphne.
Era Damián.
No me miró con miedo. No se acercó rápido. Lo hizo lento, cuidadoso, como quien se acerca a un pájaro herido.
—Estoy acá. No pasa nada. Respirá conmigo. ¿Sí?
Se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas. Me mostró sus manos abiertas.
—Estoy acá. Tú y yo. Solo eso.
Su voz me guió.
—No eres lo que dicen. No eres lo que escribieron. Eres fuerte. Eres buena. Y no estás sola.
Respiré. Lento. Casi como si él me prestara sus pulmones.
Pasaron minutos. O tal vez horas. No lo sé.
Cuando por fin pude mirarlo, él seguía ahí.
—¿Por qué no te vas? —pregunté—. ¿Por qué no sales corriendo como todos?
—Porque no eres una tormenta, Daphne —dijo, con voz temblorosa—. Eres lo que sobrevive después.
Estábamos tan cerca.
Él me acarició la mejilla. Yo bajé la mirada, pero no me alejé.
—¿Te puedo abrazar? —preguntó.
Asentí.
Y ahí, en medio del aula vacía, entre papeles rotos y paredes frías, me abrazó como si eso pudiera recomponerme.
Y por un segundo, lo hizo.
Su perfume. Su calor. Sus manos temblando. Todo eso me sostuvo.
Me alejé apenas, para mirarlo.
Él también tenía los ojos húmedos.
—No eres rara. Eres única. Eres... la única que me hizo escribir en un cuaderno sin que me lo pidieran —dijo, sonriendo con vergüenza.
Reí. Lloré. Todo al mismo tiempo.
Y entonces, como si el mundo por fin respirara, nuestros labios se encontraron.
Lento.
Cálido.
Real.
No era un beso de película. Era uno humano. De esos que llegan cuando el alma ya no puede aguantar tanto.
Y no lo solté.
Porque por primera vez, no sentí que me ahogaba.
Entrada 261
Hoy me rompí. Pero también me recogieron.
Hoy fui más yo que nunca.
Hoy no tuve que mentir para que alguien se quedara.
Hoy besé a quien me mira sin miedo.
Y eso, aunque mañana todo duela, me alcanza.