Entre los Pliegues del Tiempo: Un Amor Eterno

Capítulo 4: El eco de dos corazones

La tarde se vestía de ocaso, y el cielo parecía llorar en tonos anaranjados y violetas, como si pintara con melancolía cada nube que se deslizaba lentamente hacia el horizonte. Sofía había decidido salir de la galería, con la mente aún atrapada entre los colores de sus últimas pinceladas, sin creer lo que ella misma había pintado, no entendía cómo pudo transmitir tantos sentimientos en un lienzo, que antes estaba en la nada. Teniendo mucho en la cabeza necesitaba respirar, dejar que la brisa del atardecer se llevara sus dudas-le gustaba mucho admirar la belleza natural que se pintaba en el cielo- y quizá, solo quizá, devolverle esa chispa que parecía encenderse y apagarse dentro de ella con la misma rapidez de una llama frágil. Tras caminar un largo rato, sus pasos la condujeron una vez más hacia el mar. Ese lugar que, aunque inmenso y desgarrador, tenía la extraña capacidad de abrazarla en silencio, como un confidente que nunca exigía explicaciones. Se sentó en la arena húmeda, abrazando sus rodillas, mientras dejaba que sus ojos se perdieran en aquel vaivén eterno de las olas, donde al recordar lo que sus manos habían pintado, una leve sonrisa casi neutra se dibujó en sus labios, porque solo por un momento, mientras pintaba, su alma y corazón se despegaron del dolor.

En ese mismo instante, del otro lado de la ciudad, Alejandro caminaba con las manos en los bolsillos, luchando contra el peso de sus pensamientos, y tratando de calmar el alocado ritmo de su corazón. La pintura que había visto esa mañana no le dejaba en paz, es que era algo que no podía comprender, como algo tan hermoso se pintó en un lienzo; cada trazo se repetía en su mente como un eco insistente, como una canción que se niega a morir. Había algo en esa obra que lo había quebrado por dentro, pero no en forma de traición, si no, en una forma pura, algo que lo había hecho recordar que la vida, incluso en sus formas más dolorosas, aún podía crear belleza.

Pero aun sumergido en sus pensamientos, su camino lo trasladó a donde había decidido dejarse morir, hacia la playa, pero lo raro es que esta vez había ido a admirar la belleza del mar y pensar en la famosa autora de aquella belleza encarnada. Quizá era el destino, quizá una casualidad disfrazada de milagro. Pero allí estaba, frente al mismo mar que Sofía contemplaba.

Y entonces ocurrió, casi anocheciendo, las luces de las próximas estrellas a salir, dos miradas se encontraron, no fue un cruce de ojos cualquiera: fue un choque silencioso de dos almas heridas que, al reconocerse, dejaron de sangrar por un instante. Alejandro sintió que el aire se escapaba de sus pulmones, y como su corazón lo llevaba hacia ella, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse para regalarles unos segundos de eternidad. Sofía, en cambio, sintió un temblor recorrerle las manos, un calor que cubría sus mejillas hasta dejarlas rojas, y por primera vez en mucho tiempo, la inspiración les volvió a hablar, suave y clara, desde lo profundo del pecho.

El corazón de ambos comenzó a latir con fuerza, tan fuerte que casi dolía. Fue un murmullo compartido, un compás secreto que ninguno entendía del todo, pero que los hacía sentirse vivos. Sofía bajó la mirada con timidez, intentando ocultar el rubor de sus mejillas, mientras mordía suavemente su labio inferior para no sonreír de más. Alejandro permaneció quieto, como si temiera que un solo movimiento rompiera la magia de ese momento irrepetible. Ninguna palabra fue dicha. Y, aun así, el silencio entre ellos se volvió más elocuente que cualquier frase. El mar, el viento y el cielo parecían hablar por ellos, envolviéndolos en una sinfonía muda que decía lo que sus labios aún no podían pronunciar.

Finalmente, Sofía se levantó con un gesto torpe, como quien huye de algo que le asusta por lo grande que se siente. Alejandro la siguió con la mirada, guardando cada segundo de aquel instante en su memoria como si fuese un tesoro. Y mientras ella se alejaba, él supo con certeza que la vida acababa de darle una segunda oportunidad. Era un encuentro breve, fugaz como el parpadeo de una estrella, pero suficiente para encender en sus corazones la promesa de que algo estaba por nacer. Algo que ni el dolor ni el tiempo serían capaces de extinguir. Porque a veces basta con una mirada para que dos destinos se unan sin remedio, y en ese instante, Sofía y Alejandro entendieron que el amor, incluso en su forma más frágil, ya había comenzado a escribirlos.




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