Salí de la playa muy rápido, al sentir que mi corazón iba a estallar de nuevo como cuando pinté aquella obra, no me di cuenta que la noche me recibió con un silencio denso, como si todo lo vivido en el día hubiese decidido quedarse suspendido en mi piel, no solo había logrado recuperar mi inspiración, si no, que también conocí a los ojitos que me llevaron a danzar con el arte. Apenas cerré la puerta de mi cuarto, sentí que el aire me pesaba distinto, cargado de una emoción imposible de explicar, ¿acaso así se sentía cuando te gusta alguien? -no, no puede ser, esto no es verdad, solo me sorprendió ver a alguien más en la playa tan tarde, fue eso-.
Me apoyé contra la madera fría y cerré los ojos. Y allí estaban, otra vez en mi mente, esos ojos, azules como el cielo despejado en una mañana, intensos, pero al mismo tiempo tan frágiles que parecía que con solo mirarlos podía descubrir todos los secretos que escondía su alma, no pude verlo bien, en sus ojos me perdí. Me senté en la orilla de la cama, llevé las manos a mi rostro y sonreí con incredulidad. ¿Cómo era posible que alguien desconocido despertara tanto en mí?
—¿Qué me pasa? —susurré, como si la habitación pudiera darme una respuesta.
—¿Qué sensación es esta? —no podía dejar de sonreír al acordarme, del misterioso chico que vi esa noche.
Me levanté y caminé hasta el caballete. El lienzo inconcluso me esperaba, aún fresco con las pinceladas que había dejado esa mañana. Tomé el pincel con manos temblorosas y, sin pensarlo demasiado, comencé a pintar. No era una forma definida. Eran colores, sombras y luces que nacían de la memoria de esos ojos que me miraron como si hubieran reconocido mi alma antes de conocer mi nombre. Cada trazo era un suspiro. Cada mancha de color era un latido. Y mientras pintaba, mi corazón me gritaba que no era simple casualidad, que algo más grande se había puesto en marcha desde ese instante en que lo vi en la playa.
Dejé caer el pincel, agotada, y me quedé observando el lienzo, wow eso era belleza. Era extraño: allí no había un retrato, ni un rostro, pero sí estaba él. Estaba en la manera en que el color se extendía, en la intensidad que nunca había tenido en mis obras, en esa sensación de vida que me nacía de adentro.
—Tus ojos… —murmuré al aire, sintiendo cómo mi voz temblaba—. Son la razón de esta inspiración… aunque aún no sepa quién eres. —en ese momento, sintió que el corazón se le iba a salir, comenzó a sentir una presión familiar en el pecho, mientras su visión se borraba—. Me recosté en la cama, abrazando una de mis almohadas, como si al hacerlo pudiera sostener un poco de la emoción que me desbordaba. Cerré los ojos otra vez, y ahí estaban, firmes, dulces, infinitos. Ojos que parecían prometerme respuestas, refugio, incluso amor.
Y me dormí con la certeza de que esa mirada sería mi condena y mi salvación.
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Editado: 23.09.2025