Entre los Pliegues del Tiempo: Un Amor Eterno

Capítulo 6: Canción de un recuerdo

Al cerrar la puerta de su departamento, Alejandro sintió que la soledad, esa vieja compañera, ya no era la misma, incluso en medio de la soledad algo había cambiado. La oscuridad de la habitación parecía distinta, como si algo invisible hubiese encendido una luz nueva en medio de la penumbra, como si en medio de la noche oscura y frívola, hubiera una luz cálida. Se dejó caer en la silla, respirando hondo, pero ni siquiera el aire parecía suficiente para calmar el torbellino que lo habitaba, algo que estremecía su mente y corazón.

Desde el momento en que la vio en la playa, aquella preciosa joven, preciosos labios rosados como las más hermosas fresas, un rostro dulce como la miel, y su cabello…, su cabello era tan magnifico que la luna sentiría envidia de su belleza, enserio no había podido apartarla de su mente. Cada detalle de ella lo perseguía: el modo en que la brisa jugaba con su precioso cabello, la manera tímida en que bajaba la mirada. ¡Dios! Esos ojos grandes y oscuros que solo con verlos te hace estremecer y derriten el corazón, que lo habían mirado apenas unos segundos, pero que tenían la profundidad de toda una vida. Era imposible escapar de ellos; cuanto más lo intentaba, más los sentía clavados en su alma.

—¿Quién eres? —susurró en voz baja, hundiéndose en la intensidad de ese recuerdo.

No pudo más. Buscó su guitarra. El instrumento llevaba meses olvidado en un rincón, como un trozo de sí mismo que había preferido enterrar. Pero al tomarla entre sus manos, sintió que algo volvía a encajar, que en su mundo alocado ese pedazo de madera era su complemento. Como si ese encuentro en la playa hubiese despertado la música dormida en su interior.

Los primeros acordes surgieron temblorosos, como un niño que aprende a caminar, como un pequeño que recién descubre el amor. Pero pronto la melodía fluyó con una fuerza imparable. Era suave, melancólica y, a la vez, luminosa. Alejandro cerró los ojos, y allí estaba ella otra vez: caminando entre la arena, envuelta en el resplandor del ocaso, con esa mirada capaz de quebrarlo y reconstruirlo en un mismo instante.

Mientras tocaba, comenzaron a surgir palabras. No eran versos planeados, sino confesiones que nacían solas, arrancadas de su pecho, palabras y sentimientos en forma de canción, susurros al viento que nadie nunca escuchó y que su nueva musa creó sin siquiera conocer un poco de él, sensaciones creadas en el resplandor de bellos ojos. Cada nota era una súplica, cada frase un intento desesperado de atrapar lo que había sentido en ese instante fugaz.

Con voz entrecortada, dejó escapar las primeras estrofas:

“Te vi pasar, y el mar guardó silencio,
tus ojos me dejaron sin aliento.
Fugaz estrella, dueña de mi noche,
sin conocerte ya vivo en tu nombre.”

Alejandro se detuvo. El corazón le golpeaba con tanta fuerza que tuvo que reírse, incrédulo, como si se sorprendiera de sí mismo.

—Ni siquiera sé cómo te llamas, y ya eres canción… —murmuró, acariciando las cuerdas suavemente.

Pero volvió a intentarlo. No quería detenerse. Necesitaba seguir, como si al tocar pudiera acercarse un poco más a ella, aunque fuese solo en su imaginación. La música volvió a llenar la habitación, y con ella, nuevas palabras:

“Si cierro los ojos, vuelvo a encontrarte,
un suspiro eterno quiere nombrarte.
Eres melodía nacida del viento,
mi nueva esperanza, mi único aliento.”

Terminó la frase y apoyó la frente contra la guitarra, agotado y exaltado al mismo tiempo. Nunca había sentido algo igual: esa urgencia por crear, esa necesidad de plasmar en notas la sensación de estar vivo gracias a alguien que apenas conocía.

Y lo comprendió. Ella era más que un recuerdo. Era su musa, la razón de cada acorde, la chispa que lo había devuelto a la música y, con ella, a sí mismo.

Se quedó despierto hasta que los primeros rayos del amanecer iluminaron el cuarto. La canción no estaba terminada, pero ya era de ella, toda suya. El sonido llevaba su rostro, su sonrisa tímida, y esa mirada que se había tatuado en su alma.

Alejandro cerró los ojos, y antes de quedarse dormido, lo supo con certeza: aquella canción era un puente, un llamado. Y tarde o temprano, ella tendría que escucharla.




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