Nunca pensé que una imagen pudiera doler hasta que encontré la que me dejó mi padre. No era una foto perfecta: los bordes estaban gastados, el blanco ya no era tan blanco y había una mancha en la esquina como si alguien hubiera llorado sobre la emulsión. Aun así, cuando la saqué del abrigo que él dejó en casa la última vez que vino, algo en mi estómago se movió como si hubieran encendido una luz vieja y olvidada.
Me llamo Amelia Rivas, tengo diecisiete años y una relación algo obsesiva con las cámaras antiguas. Mi cuarto huele a revelador, papel fotográfico y a libros que nunca terminé de leer. Vivo con mi madre, que trabaja como periodista y que cree que la independencia es la mejor lección que puede darme: "La independencia es tu escudo", dice mientras dobla la ropa con manos prácticas. Yo la escucho y guardo el consejo en el mismo cajón donde conservo mis negativos, por si algún día lo necesito.
El primer día del último año siempre tiene esa mezcla de finales y promesas que nadie se toma muy en serio. Los pasillos del instituto olían a mochilas nuevas, goma de borrar y la timidez de quienes saben que este será el año de las decisiones. Yo buscaba el cuarto B, un lugar cerca de la ventana donde la luz hace milagros con el grano de un buen negativo. No planeaba mirar mucho a mi alrededor; la cámara en mi cuello me da como una excusa para desaparecer detrás de un lente.
Lo vi cuando ajustaba la hebilla de la correa. Venía apoyando la guitarra contra la espalda con la misma naturalidad con la que alguien se pone una casaca: sin ostentación, pero con una presencia que no pasa desapercibida. Su chaqueta parecía elegida por alguien que conoce los beneficios de las prendas que cuentan historias: estaba gastada en los codos y olía a cerveza barata y a humo de escenario. Tenía el pelo revuelto de una forma que parecía intencional y unos ojos de un azul frío que, por un segundo, me hicieron pensar en tormentas en miniatura.
Chocamos. Literalmente. Mi bolso rozó su muslo, la correa de la cámara se enredó con la hebilla de la guitarra y por un segundo ambos nos paramos como si el pasillo se hubiera convertido en una escena en cámara lenta.
—Perdón —dije, porque las palabras se me salen sin filtro cuando me pongo nerviosa.
—No pasa nada —contestó él con una sonrisa que, sin exagerar, desarmó mi capacidad de respuesta por unos segundos—. ¿Estás bien?
Asentí, sin saber que esa pequeña interrupción iba a empujar la cadena de eventos que convertirían lo rutinario en complicado.
Lo sentaron unos asientos adelante en clase. La profesora escribió "Nuevo" junto a su nombre en la lista y, por un instante, la palabra sonó como un sello que lo ponía fuera de lugar y a la vez lo hacía interesante. Su nombre era Leonardo Castillo. "Leo", dijo un chico detrás de mí, como si todo el mundo tuviera que abreviarlo para que entrara mejor en la vida cotidiana.
Esa tarde, mientras revelaba un carrete en mi cuarto oscuro (mi santuario), no dejaba de pensar en la forma en que tocó la hebilla de la guitarra, como quien recita una oración conocida. Saqué una foto, casi por inercia, en el momento en que la luz del atardecer se colaba por la ventana del instituto; la imagen no era clara, pero tenía un halo que la hacía parecer deliberada. La guardé en el cajón donde escondo la fotografía del abrigo de mi padre, y por primera vez en mucho tiempo sentí que había espacio para otra posibilidad: un recuerdo nuevo que no doliera tanto.
A los tres días lo vi en el club de música. No dije que fui a buscarlo —no soy de las que buscan a la gente—, pero cuando supe que tocaría una canción propia, mis pies me traicionaron y llegaron al auditorio. Subió al pequeño escenario sin ceremonias, afinó la guitarra y empezó a tocar. Cuando cantó, la sala se volvió una burbuja: las voces se apagaron, las luces dejaron de importar y sus palabras llenaron cada rincón como si fueran algo que me habían guardado a propósito.
La canción hablaba de calles que olían a promesas rotas y de personas que se escabullen de sí mismas para no enfrentar la culpa. Su voz era ronca y sincera, y por un instante, mientras él miraba al público, nuestros ojos se encontraron. Fue un segundo, apenas un suspiro, pero sentí que había escuchado una melodía que conocía.
Después del ensayo, cuando las sombras empezaban a estirarse y el auditorio se vaciaba, lo vi apoyado en la pared con la guitarra en la mano. Caminé hacia donde siempre me quedo cuando necesito respirar: junto a la puerta de salida, con la cámara colgando como una segunda piel.
—Eres la de la cámara, ¿no? —preguntó, señalando la correa.
—Sí —contesté—. Y tú eres... Leo, ¿verdad?
Asintió y sonrió con la facilidad de quien no teme que su nombre sea conocido. Hicimos lo que hacen los desconocidos: presentamos pequeñas versiones de nosotros mismos. Le dije que me gustó la canción; él dijo que había muchas cosas que aún no podía contar. Le pregunté de dónde venía; respondió con una evasiva que sabía a protección. Antes de irse, dejó en la mesa del club un papel doblado en cuatro.
Lo abrí en cuanto llegué a casa. Era una nota corta, escrita con letra apresurada:
"No todo lo que se pierde está irremediablemente perdido. A veces, solo espera a que alguien quiera buscarlo. —L."
Había una sonrisa dibujada al lado de la inicial, como un gesto infantil que no esperaba encontrar en alguien que canta sobre promesas rotas. Guardé la nota en el mismo cajón donde pongo mis fotos favoritas; me gustó la idea de que alguien pensara que las cosas perdidas podían encontrarse otra vez.
Esa noche no pude dormir. Saqué la foto del abrigo de mi padre y la puse junto a la imagen del pasillo con el halo de luz. Fueron como dos mundos mirándose: uno lleno de ausencias que pesan, otro recién nacido y tembloroso. No supe si yo quería que el nuevo desordenara lo viejo, pero admití que, al menos, la idea me parecía menos aterradora que antes.
Editado: 23.10.2025