Entre Luz y Promesas

Capítulo 2 - Señales y silencios

Al día siguiente, el instituto tenía la apariencia de siempre: ruido, anuncios, risas que pasaban rápido por los pasillos como si tuvieran prisa por no detenerse. Pero yo sentía que algo en esa rutina había cambiado; era como descubrir un grano nuevo en un negativo: pequeño, pero capaz de trastocar la imagen entera si lo mirabas lo suficiente.

La chica de ojos afilados se llamaba Marina, según dijo mientras los dientes superiores de sus palabras cortaban la conversación. No era alguien que buscara amistades; más bien parecía encargada de repartir información y juicios con la misma mano. Se acercó a mí con esa confianza que se cultiva con rumores y tiempo libre.

—¿Quieres saber la verdad sobre Leo? —repitió, como si fuera una oferta que podía rechazarse.

Antes de que pudiera responder, Val apareció a mi lado con su risa amplia y su eterna incapacidad para tomarse las cosas en serio. Miró a Marina, luego a mí, y me dio un empujón en el brazo.

—Contesta rápido —susurró—. Que si la historia es buena, me invitas un batido.

Marina hizo una pausa teatral, y cuando habló, su voz llevaba ese gusto por el escándalo que hacía que la gente la escuchara sin querer.

—Dicen que su familia tiene problemas con... la prensa. Lo vi en un aviso antiguo. Castillo es un apellido que suena a notas en la comisaría. —Hizo una mueca, como quien disfruta un sabor amargo—. No es nada directamente suyo, pero ya sabes cómo funcionan las cosas: basta con que el apellido tenga mancha para que todo se manche.

Val y yo nos miramos; ella con su expresión de "ya veremos", yo con la cámara imaginaria en la mano. No sé por qué me sentí al mismo tiempo curiosa y molesta. Es tan fácil creer en historias ajenas cuando no eres el protagonista de ellas.

Esa tarde, en la cafetería, Sam apareció con su mochila naranja y una sonrisa que me calmó de inmediato. Sam ha sido amigo mío desde la primaria: familia de la misma cuadra, clases compartidas, el tipo que trae soluciones prácticas cuando las cosas se complican. Se sentó frente a mí sin mucha ceremonia.

—¿Te enteraste de algo? —preguntó directo, porque Sam no es de rodeos.

Le conté lo de la foto en el tablón y el comentario de Marina. Él frunció el ceño, pero su instinto protector no dejó que la preocupación se convirtiera en drama.

—No te dejes llevar por rumores —dijo—. A veces, la gente se divierte creando personajes. Además, salvo que Leo sea un villano de película, no te va a pasar nada por hablarle.

Lo miré y pensé en la calma que transmite. Sam es como un enfoque nítido en una foto borrosa: no dramático, pero siempre ahí. Esa certeza me cuesta admitirla: él es seguro donde yo soy duda.

Por la tarde volví al club de música. No porque quisiera quedar bien con nadie, sino porque algo en la manera en que Leo tocaba me había dejado una nota pegada al alma. Lo vi llegando, con la guitarra colgando y una expresión que parecía más cerrada de lo que recordaba. Se sentó en un rincón y empezó a afinar sin decir mucho. No buscó compañía; parecía que la soledad le sentaba bien, o que la escogía como prenda de abrigo.

Mientras él afinaba, Val vino con una idea loca y sacó su celular para grabar. "Vamos, esto se viraliza solo", susurró con los ojos brillando. Quise reír, pero la risa se quedó en la garganta al ver cómo Leo escuchaba una llamada que nadie había hecho. Al terminar, su teléfono no sonó; aún así, su rostro tenía la sombra de alguien que esperaba un mensaje que no llegaba.

Esa misma semana empecé a notar pequeñas grietas en su comportamiento: miradas que se perdían al escuchar una palabra, una respuesta cortada cuando alguien mencionaba nombres de lugares o un silencio largo cuando alguien decía "tu familia". Un día, mientras ordenaba partituras, encontré una hoja con letras apretadas y una fecha de hace tres años. No era mi negocio, pero la curiosidad tiene la costumbre de escalar paredes cuando la información está de por medio.

En la clase de literatura, la profesora nos asignó escribir sobre recuerdos y cómo estos nos marcan. Escribí sobre la foto del abrigo, sobre la forma en que el pasado se encasilla entre cosas personales. Cuando compartí, la voz me tembló solo un poco; luego, al bajar la mirada, vi a Leo en la mesa de enfrente sosteniendo un cuaderno con la misma caligrafía apretada que había visto en la hoja de partituras. No pude evitar sentir que, por más que el mundo intentara separarnos en categorías, las señales tendían a acumularse.

Esa tarde, después de clase, Val me arrastró hasta la cafetería del barrio porque tenía "la primicia que haría explotar la historia". Tomamos dos batidos enormes y hablamos de universos alternos donde los chicos nuevos eran siempre inocentes o siempre culpables; Val prefería la primera opción por estética, yo no sabía aún qué elegir.

—Tienes que hablar con él —dijo, con esa intensidad de amiga que se pone en modo estrategia—. No lo idealices, pero tampoco lo dejes en la categoría de misterio mal contado.

—¿Y si es un desastre? —pregunté—. ¿Y si todo esto no es más que... ruido?

—Entonces tendrás una buena novela para tu cámara —respondió Val—. Y si no, tendrás un chico nuevo que daría para portada.

Me reí. Val siempre encuentra la broma incluso en las rendijas más pequeñas.

Esa noche, en mi casa, revelé unas fotos y las coloqué en una pared temporal que usaba como galería. Entre ellas, puse la imagen del pasillo con el halo de luz, la foto del abrigo y algunas que no tenían un motivo aparente. Mirándolas, entendí que hay cosas que tomas por precaución y otras por impulso. Leo, por ejemplo, parecía una mezcla de ambas.

Al día siguiente, la escuela organizó un ensayo general para el festival de primavera. El auditorio se llenó de estudiantes, instrumentos y tensión. Leo iba a tocar una pieza sola; el mismo que había cantado en el club, pero esta vez con más gente, más miradas, más posibilidad de error. Me senté en la penumbra, con la cámara apoyada sobre las piernas, porque hay momentos que funcionan mejor si los miras desde la distancia.



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En el texto hay: misterio

Editado: 23.10.2025

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