Entre Luz y Promesas

Capítulo 3 - Huellas en la Oscuridad

Correr con una guitarra en la noche tiene algo de pesadilla surrealista. La funda raspaba contra mi pierna, el metal de las clavijas golpeaba mi cadera con cada paso, y el sonido de nuestras respiraciones entrecortadas se mezclaba con el crujir de la gravilla bajo nuestros pies. Leo me llevaba de la mano, su agarre firme como el de alguien que ya había practicado esta huida demasiadas veces.

—Por aquí —jadeó, tirándome hacia un callejón estrecho que olía a tierra húmeda y cigarrillos viejos.

Las luces del auto que nos perseguía barrieron la entrada del callejón, iluminando por un instante las paredes cubiertas de grafitis que parecían gritar secretos en colores desvaídos. Nos apretamos contra la pared, yo con la guitarra abrazada como si fuera un escudo, él con el cuerpo tenso como un resorte.

—¿Quiénes son? —susurré, sintiendo cómo el latido de mi corazón parecía querer escapar de mi pecho.

—Periodistas —respondió entre dientes—. O algo peor. Con mi familia nunca se sabe.

El auto pasó de largo, sus faros alejándose como ojos que cerraban párpados cansados. En la quietud que siguió, solo se escuchó el goteo de una tubería y nuestro respirar agitado. Leo se despegó de la pared, su perfil recortado contra la tenue luz de una farola lejana.

—Lo siento —dijo, y por primera vez su voz sonó vulnerable—. No debería haberte metido en esto.

—Ya estaba metida —respondí, aunque no estaba segura de creérmelo—. Desde que tu apellido apareció junto a la foto de mi padre.

Nos miramos en la penumbra. Sus ojos habían perdido esa actitud desafiante que mostraba en el instituto; ahora parecían pozos profundos donde nadaba el miedo. Saqué mentalmente una foto de ese instante: dos desconocidos compartiendo secretos en un callejón, con una guitarra como testigo incómodo.

Caminamos en silencio por calles laterales, evitando las avenidas principales. Cada sombra me parecía una amenaza, cada farola un foco que podía delatarnos. Leo caminaba con la certeza de quien conoce cada grieta del pavimento, cada esquina que ofrece refugio.

—¿Dónde vamos? —pregunté cuando llegamos a una plaza abandonada con columpios oxidados.

—A ningún lado —se sentó en uno de los columpios, que chirrió protestando—. Solo necesitamos esperar.

Me senté frente a él, apoyando la guitarra entre mis piernas. La noche nos envolvía como un manto húmedo, y por primera vez desde que salí de casa, sentí el peso de lo que estaba haciendo.

—¿Y mi padre? —la pregunta salió más suave de lo que pretendía.

Leo suspiró, frotándose el rostro con las manos. Parecía más viejo bajo la luz plateada de la luna.

—Tu padre trabajaba con el mío. En una constructora. Hace tres años... hubo un accidente. O eso dijeron. —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Mi padre desapareció después. El tuyo también, ¿no?

Asentí, la garganta apretada. Los recuerdos volvieron como fotos mal reveladas: la maleta que nunca desempacó, las llamadas que dejó de hacer, el silencio que se instaló en nuestra casa como un inquilino no deseado.

—Hubo dinero involucrado —continuó Leo—. Fondos que desaparecieron. La prensa dijo que se lo llevaron ellos. La policía nunca encontró pruebas, pero el apellido Castillo quedó marcado.

—¿Y tú crees que...? —no pude terminar la pregunta.

—No sé qué creer —sus ojos se encontraron con los míos—. Mi padre no era un santo, pero tampoco un criminal. Y el tuyo... ¿cómo era?

La pregunta me tomó por sorpresa. ¿Cómo era mi padre? Tenía risa fácil y manos que sabían arreglar cualquier cosa. Le gustaba el café cargado y las mañanas tranquilas. Pero también tenía secretos que guardaba tras sonrisas forzadas.

—Era... complicado —dije finalmente—. Como todas las fotos que valen la pena: tienes que mirarlas desde varios ángulos para entenderlas.

Leo esbozó una sonrisa triste.

—A mi padre le gustaba decir que la verdad es como una cebolla: tiene muchas capas y te hace llorar cuando la pelas.

Nos quedamos en silencio, meciéndonos suavemente en los columpios oxidados. El chirrido del metal era el único sonido que rompía la noche. Pensé en todas las fotos que había tomado, en todas las historias que había capturado sin saber que la mía propia tenía capas que nunca había querido explorar.

—¿Por qué viniste aquí? —pregunté—. Si sabías que podría ser peligroso.

—Por la misma razón que guardas esa foto de tu padre —respondió sin dudar—. Para entender. Para encontrar respuestas que nadie más quiere darme.

De repente, el sonido de un motor nos hizo ponernos en alerta. Leo se levantó bruscamente.

—Tenemos que irnos —dijo, tomando la guitarra—. No es seguro quedarse mucho tiempo en un mismo lugar.

Me guio a través de patios traseros y pasajes que no aparecían en los mapas. Finalmente, llegamos a una casa abandonada en las afueras del barrio. La pintura se descascaraba como piel quemada por el sol, y las ventanas estaban cegadas con tablas.

—Es temporal —dijo al ver mi expresión—. Un lugar donde nadie busca.

Dentro, el aire olía a polvo y a recuerdos abandonados. Leo encendió una linterna que proyectó sombras danzantes en las paredes descascaradas. En un rincón, había una mochila, una frazada y algunas latas de comida.

—¿Vives aquí? —pregunté, incapaz de disimular el horror en mi voz.

—Cuando necesito desaparecer —respondió sencillamente.

Mientras él revisaba que las entradas estuvieran seguras, yo observé el lugar. En una pared, alguien había clavado fotos viejas y recortes de periódico. Me acerqué, el corazón latiendo con fuerza. Entre las imágenes, reconocí la misma foto que había visto en el tablón del instituto, y junto a ella, una imagen que me dejó sin aliento: mi padre, más joven, con el brazo sobre los hombros de un hombre que compartía los ojos azules de Leo.

—¿Él es tu padre? —pregunté, señalando la foto.

Leo asintió, acercándose.

—Sí. Y el tuyo era su mejor amigo. Hasta que todo se fue al infierno.



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En el texto hay: misterio

Editado: 23.10.2025

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