Entre Luz y Promesas

Capítulo 4 - Verdades entre Sombras

El hombre que bloqueaba nuestro camino tenía la estampa de alguien acostumbrado a que le obedecieran. Su traje, aunque arrugado, hablaba de cierta formalidad perdida, y sus ojos escudriñaban cada detalle como si estuviera evaluando una propiedad en subasta.

—Relájense —dijo con una calma que resultaba más amenazante que los gritos—. Solo quiero hablar.

Leo me empujó suavemente detrás de él, protegiéndome con su cuerpo. Sentí la tensión en sus hombros, el modo en que respiraba como un animal acorralado.

—No tenemos nada que hablar, Rojas —respondió Leo, y en su voz había un reconocimiento que me heló la sangre.

El hombre—Rojas—sonrió, mostrando dientes amarillentos.

—Mira cómo creciste, muchacho. La última vez que te vi, no llegabas a mi cintura. —Su mirada se desvió hacia mí—. Y tú debes ser la hija de Javier. Tiene sus ojos.

El uso del nombre de mi padre me hizo estremecer. La carta que todavía sostenía entre mis dedos parecía arder como un carbón vivo.

—¿Qué quiere? —pregunté, intentando que mi voz no delatara el miedo que sentía.

—Solo lo que me deben —respondió, sacando un pañuelo para limpiarse las manos con gesto fastidioso—. Tu padre y el de Leo trabajaban para mí. Hicieron una... inversión que no salió como esperábamos.

Leo dio un paso al frente.

—Mi padre nunca robó ese dinero. Ustedes los tendieron una trampa.

Rojas se rió, un sonido seco y sin humor.

—La justicia piensa diferente, niño. Las pruebas estaban allí. —Hizo una pausa dramática—. Pero estoy dispuesto a ser comprensivo. Si me devuelven lo que es mío, puedo hacer que todos estos... problemas desaparezcan.

—No tenemos su dinero —dije, apretando la carta—. No sabemos nada.

Sus ojos se posaron en el sobre que sostenía.

—Esa carta tiene información que me interesa. Démela, y podemos considerar la deuda saldada.

En ese momento, el sonido de una sirena lejana cortó la noche. Rojas frunció el ceño, maldiciendo entre dientes.

—Parece que nuestra conversación tendrá que esperar —dijo, retrocediendo hacia la cerca—. Pero esto no ha terminado. Los encontraré. Siempre lo hago.

Desapareció en la oscuridad con la misma facilidad con que había aparecido, dejándonos temblando en el patio abandonado. La sirena se acercaba, y las luces azules barrieron brevemente la propiedad.

—Tenemos que irnos —urgió Leo, tomándome de la mano—. Ahora.

Corrimos por callejones y patios traseros, nuestra respiración formando nubes de vapor en el aire frío de la noche. Finalmente, llegamos a un pequeño parque infantil vacío, donde nos refugiamos bajo el tejado de un tobogán.

—¿Quién era ese hombre? —pregunté cuando logré recuperar el aliento.

Leo se frotó el rostro, exhausto.

—Salvador Rojas. Era el socio de nuestros padres. Dicen que es un empresario, pero... —hizo un gesto de desprecio—. Tiene negocios turbios. Mi padre quería salirse, pero Rojas no lo dejaba.

Saqué la carta del bolsillo. A la tenue luz de la luna, las palabras de mi padre parecían latir con vida propia.

—"La verdad está en la estación" —leí en voz baja—. ¿Qué significa?

Leo se acercó, sus hombros rozando los míos bajo el pequeño refugio.

—El Parque de la Estación no es solo un parque. Allí había una estación de tren vieja, abandonada hace décadas. Nuestros padres solían reunirse allí cuando empezaron su negocio. Decían que era su "oficina secreta".

—¿Crees que dejaron algo allí? —pregunté, sintiendo un destello de esperanza.

—La llave —respondió, señalando el pequeño metal que aún sostenía—. Tiene que ser para algo específico.

Decidimos esperar hasta el amanecer. Sentados bajo el tobogán, compartimos el silencio como si fuera una manta. Leo sacó su guitarra y tocó acordes suaves, melodías que parecían susurrar secretos al viento nocturno.

—¿Siempre supiste sobre... todo esto? —pregunté después de un rato.

—No —respondió, dejando la guitarra a un lado—. Mi madre me contó poco antes de... de irse. Me dio la carta y me dijo que huyera si alguien venía preguntando. —Su voz se quebró ligeramente—. Ella creía que mi padre era inocente. Murió esperando que regresara.

El dolor en sus palabras era tan tangible que pude sentirlo como una presencia física. Sin pensarlo, tomé su mano. Sus dedos se entrelazaron con los míos, y por un momento, el mundo se redujo a ese contacto, a la comprensión compartida de pérdidas que nos definían.

—Mi madre nunca superó lo de mi padre —confesé, mirando nuestras manos unidas—. Se convirtió en periodista para encontrar respuestas, pero solo encontró más preguntas.

—Quizás ahora podamos encontrar esas respuestas juntos —dijo Leo, y en sus ojos vi el reflejo de la misma esperanza temeraria que latía en mi pecho.

Cuando los primeros rayos de sol pintaron el cielo de naranja y rosa, nos dirigimos al Parque de la Estación. De día, el lugar parecía diferente—menos siniestro, más como un espacio abandonado que esperaba ser recordado.

La antigua estación era una estructura de ladrillo descolorido, con ventanas rotas y hierbas creciendo entre las grietas. En el interior, el polvo danzaba en los rayos de sol que se filtraban por los techos rotos.

—Por aquí —indicó Leo, guiándome hacia una oficina trasera.

La habitación estaba llena de muebles viejos y archivos polvorientos. En una esquina, había un viejo archivador de metal, oxidado pero todavía firme.

—Probemos aquí —dijo, señalando el cajón inferior.

La llave encajó perfectamente en la cerradura oxidada. Con un chirrido protestón, el cajón se abrió, revelando un sobre manila grueso y varias fotos viejas.

Con manos temblorosas, abrimos el sobre. Dentro había documentos—contratos, estados de cuenta, planes de construcción—y una libreta con anotaciones en la letra de mi padre.

Mientras Leo revisaba los documentos, yo tomé las fotos. Instantáneas de nuestros padres sonriendo, trabajando en obras, celebrando. En una de ellas, estaban con Rojas—los tres sonrientes, como si fueran los mejores amigos. Otra mostraba los planos de un edificio que nunca se construyó.



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En el texto hay: misterio

Editado: 23.10.2025

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