El regreso a la ciudad fue como caminar sobre cristales rotos. Cada sombra parecía esconder a Rojas, cada auto que pasaba demasiado lento era una potencial amenaza. Los documentos que llevábamos en la mochila pesaban más que el plomo, cada papel una prueba que podía limpiar nombres o condenar vidas.
—No podemos ir a nuestras casas —dijo Leo, mirando alrededor con cautela—. Rojas seguramente las tiene vigiladas.
—Podemos ir a lo de Val —sugerí, aunque dudaba—. Su familia está de vacaciones, tiene la casa libre.
Leo asintió, pero su expresión seguía tensa. Los dedos de su mano derecha tamborileaban contra su muslo, un ritmo nervioso que delataba la ansiedad que ambos sentíamos.
Llegamos a casa de Val usando rutas alternas, entrando por el jardín trasero como si fuéramos ladrones en nuestra propia ciudad. El interior estaba en silencio, los muebles cubiertos con sábanas blancas que les daban un aspecto fantasmagórico.
En la cocina, extendimos los documentos sobre la mesa de mármol. Bajo la luz fría del fluorescente, las pruebas parecían aún más contundentes. Estados de cuenta con transferencias irregulares, contratos alterados, y la libreta de mi padre con meticulosas anotaciones que detallaban cada irregularidad.
—Mira esto —señaló Leo, mostrándome una página—. Tu padre llevaba un registro de cada pago que Rojas desviaba. Incluso tiene fechas y nombres de testigos.
Tomé la libreta con manos temblorosas. La letra de mi padre, familiar y querida, documentaba un fraude de millones. En los márgenes, había pequeñas notas personales: "M cumpleaños - comprar flores", "L tiene fiebre - llamar al médico". La normalidad contrastando brutalmente con el peligro que documentaba.
—¿Qué hacemos con esto? —pregunté, sintiendo la enormidad de la situación—. ¿Vamos a la policía?
Leo negó con la cabeza lentamente.
—Rojas tiene contactos. No sabemos en quién confiar. —Se pasó una mano por el cabello—. Necesitamos a alguien que pueda ayudarnos sin alertarlo.
En ese momento, mi teléfono vibró. Era un mensaje de Val: "¿DÓNDE ESTÁS? El instituto está lleno de rumores. Dicen que te fugaste con el chico nuevo. Sam está hecho un lío."
—Mierda —murmuré—. Se está armando un escándalo.
Mostré el mensaje a Leo, quien palideció visiblemente.
—Esto es malo. Si todos están hablando, Rojas lo sabrá. Tenemos que movernos rápido.
Decidimos contactar a la única persona que podía ayudarnos: la madre de Amelia, la periodista. Aunque arriesgado, su experiencia investigando casos complicados podría ser nuestra mejor esperanza.
Llamé desde el teléfono fijo de Val, con los dedos cruzados para que no estuviera interceptada.
—Mamá —dije cuando contestó—. Necesito verte. Es urgente. Es sobre papá.
El silencio al otro lado de la línea fue tan denso que casi podía tocarlo.
—¿Amelia? ¿Dónde estás? He estado llamándote toda la mañana. —Su voz sonaba tensa, preocupada—. Hay gente preguntando por ti. Periodistas, dicen.
—No son periodistas, mamá —respondí, mirando a Leo—. Son hombres de Rojas. Tenemos pruebas. Pruebas de que papá era inocente.
Quedamos en encontrarnos en el café donde solía llevar a mi padre los domingos por la mañana. Un lugar público, pero lo suficientemente discreto.
Mientras esperábamos, Leo revisó minuciosamente cada documento, organizándolos en orden cronológico. Su concentración era intensa, casi feroz, como si estuviera armando un rompecabezas que había esperado años completar.
—Mira esto —dijo de repente, señalando una fotografía que había pasado desapercibida—. ¿Reconoces a este hombre?
La foto mostraba a nuestros padres con Rojas y otro hombre—alto, delgado, con una cicatriz visible en la mejilla. Algo en su postura rígida y su mirada fría me hizo estremecer.
—No —respondí—. Pero no me gusta cómo se ve.
—Es el abogado de Rojas —explicó Leo—. Según las notas de tu padre, era el que se encargaba de "limpiar" los documentos. Si hay alguien que sabe dónde está el dinero, es él.
Guardamos todo cuidadosamente, haciendo copias con el escáner de Val antes de salir. Cada paso hacia el café sentía como si lleváramos una bomba en la mochila.
Mi madre ya estaba allí, sentada en una mesa del fondo con dos tazas de café enfriándose frente a ella. Al vernos entrar, su expresión pasó de la preocupación al alivio, y luego a la confusión al ver a Leo a mi lado.
—Amelia, gracias a Dios —susurró, abrazándome con fuerza—. ¿Qué está pasando? ¿Quién es este joven?
—Mamá, este es Leo Castillo —presenté—. Su padre trabajaba con papá.
El apellido hizo que sus ojos se abrieran ligeramente. Como periodista, sin duda lo reconocía de las viejas noticias.
—¿Qué tienen que ver con...? —comenzó a preguntar, pero Leo interrumpió suavemente.
—Tenemos pruebas de que nuestros padres fueron incriminados —dijo, colocando la carpeta con documentos sobre la mesa—. Rojas les tendió una trampa.
Mientras mi madre revisaba los documentos, su expresión cambiaba de la incredulidad a la ira, y finalmente a una determinación que nunca antes le había visto.
—Dios mío —murmuró, pasando las páginas con manos que apenas temblaban—. Javier siempre dijo que había algo raro, pero nunca... nunca imaginé esto.
—¿Conoces a este hombre? —pregunté, mostrándole la foto del abogado con la cicatriz.
Su rostro se endureció.
—Sí. Es Eduardo Márquez. Trabajaba con Rojas. Intenté entrevistarlo hace años para mi investigación, pero se negó. Dijo que no tenía nada que declarar sobre "asuntos cerrados".
—Necesitamos encontrarlo —dijo Leo—. Él sabe dónde está el dinero. Y probablemente sepa qué pasó con nuestros padres.
Mi madre asintió lentamente, su mente periodística ya procesando la información.
—Tengo contactos en el registro de propiedad. Podemos intentar localizarlo. Pero —nos miró seriamente—. Esto es extremadamente peligroso. Rojas no se detendrá ante nada para proteger su secreto.
Editado: 23.10.2025