Entre Luz y Promesas

Capítulo 6 - La Caja de los Secretos

El bibliotecario nos guió a través de un laberinto de estanterías polvorientas, pasando por puertas que parecían no haber sido abiertas en años. El aire olía a papel viejo y secretos guardados demasiado tiempo. Detrás de nosotros, oíamos voces cada vez más cercanas—los hombres de Rojas estaban decididos a encontrarnos.

—Por aquí —susurró el bibliotecario, abriendo una puerta metálica que chirrió protestando—. Lleva al callejón de servicio. Rápido.

Leo me tomó de la mano y salimos a la luz cegadora del mediodía. El contraste entre la penumbra de la biblioteca y el sol implacable fue tan abrupto que parpadeé, desorientada.

—¿Adónde vamos? —pregunté, mientras corríamos por el callejón—. ¿La caja de seguridad?

—Primero necesitamos perderlos —respondió Leo, mirando sobre su hombro—. No podemos llevarlos directamente allí.

Entramos al metro en la estación central, mezclándonos con la multitud de la hora del almuerzo. En el vagón abarrotado, nos apretamos contra una puerta, nuestra proximidad forzada por la presión de los cuerpos a nuestro alrededor. Podía sentir el latido acelerado de Leo a través de su chaqueta, un ritmo que parecía marcar el compás de nuestro miedo compartido.

—¿Crees que tu madre estará bien? —preguntó en voz baja, su alborozando mi cabello.

—Es más fuerte de lo que parece —respondí, aunque la preocupación me atenazaba el estómago—. Pero Rojas... —no pude terminar la frase.

Bajamos en una estación aleatoria, cambiando de tren tres veces hasta estar seguros de que no nos seguían. Finalmente, nos refugiamos en un pequeño parque, sentándonos en una banca alejada de los senderos principales.

—Tenemos que ir al banco —dijo Leo, sacando la llave—. Pero necesitamos un plan.

—¿Y si es una trampa? —pregunté, observando la llave que brillaba bajo el sol—. ¿Y si Rojas sabe que tenemos esto?

—Tu padre la escondió por una razón —respondió, cerrando la mano alrededor de la llave—. Confiemos en que sabía lo que hacía.

Llamé a mi madre desde un teléfono público, usando el código que habíamos establecido cuando era pequeña—tres tonos, pausa, dos tonos. Contestó al primer timbre.

—¿Amelia? ¿Estás bien? —su voz sonaba tensa, pero controlada.

—Sí, mamá. ¿Y tú?

—Estoy bien. Los hombres se fueron cuando les mostré mi credencial de prensa. Pero no fueron periodistas, cariño. —Hizo una pausa—. ¿Tienen la llave?

—Sí. ¿Sabes en qué banco está la caja?

—Banco Nacional, sucursal centro. Caja 214. —Su voz se quebró ligeramente—. Tu padre me habló de ella una vez. Dijo que era nuestro "seguro de vida". Nunca supe qué quería decir.

Colgué con el corazón encogido. Mi padre había preparado esto años atrás, anticipando un peligro que nunca llegamos a entender completamente.

El Banco Nacional era un edificio imponente de mármol y latón, con una grandiosidad que hablaba de otra época. Al entrar, el aire frío del aire acondicionado nos recibió como un suspiro helado.

—¿Podemos ayudarlos? —preguntó un guardia de seguridad, mirándonos con desconfianza evidente.

—Venimos por una caja de seguridad —dijo Leo, mostrando la llave—. Número 214.

El guardia nos escaneó con la mirada antes de asentir lentamente.

—Firmen aquí. Solo uno de ustedes puede entrar a la cámara acorazada.

—Yo iré —dije rápidamente—. Es mi padre.

Leo asintió, quedándose en la sala principal mientras me guiaban a través de una puerta de acero que se cerró detrás de mí con un chasquido definitivo.

La cámara acorazada era más pequeña de lo que imaginaba—filas de cajas metálicas que se extendían hacia la penumbra, numeradas con placas de latón desgastadas. Encontré la 214, mi mano tembló ligeramente al insertar la llave.

La caja se abrió con un suave clic. Dentro, había un sobre manila grueso y un pequeño diario de cuero. Lo tomé todo, sintiendo el peso de años de secretos en mis manos.

De vuelta en la sala principal, nos sentamos en un rincón apartado. Con dedos que apenas obedecían, abrí el sobre. Contenía pasaportes falsos para mis padres, documentos de identidad con nombres diferentes, y un fajo de billetes de alta denominación. Pero lo más impactante fue la carta que encontré al fondo.

La letra de mi padre era firme, decidida:

"Si estás leyendo esto, es porque las cosas salieron mal. No tuvimos opción—Rojas descubrió que teníamos pruebas. Hemos escondido el dinero en el lugar de siempre. Cuida de Amelia. Y por favor, perdóname."

—¿El lugar de siempre? —murmuró Leo, leyendo sobre mi hombro—. ¿La estación otra vez?

Abrió el diario. Era de su padre—páginas llenas de anotaciones sobre la construcción, números de cuenta, y... direcciones. Una en particular estaba subrayada varias veces: "Almacén 7, Muelle 12".

—El muelle —dijo Leo, sus ojos iluminándose—. Mi padre tenía un almacén allí. Para materiales de construcción. Nunca pensé...

—¿Crees que el dinero está allí? —pregunté, sintiendo una mezcla de esperanza y temor.

—Es posible. Pero tenemos que ser cuidadosos. Si Rojas no lo ha encontrado todavía...

No terminó la frase. No hacía falta.

Salimos del banco con la sensación de estar siendo observados. Cada auto que pasaba, cada persona que miraba en nuestra dirección, era una potencial amenaza.

—No podemos ir directamente —dijo Leo, guiándome hacia una tienda de café cercana—. Necesitamos esperar hasta que anochezca.

En la intimidad de una cabina de café, revisamos el contenido de la caja más detenidamente. Entre los documentos, encontramos algo que nos dejó sin aliento—una foto de nuestros padres sonrientes, abrazados, con una fecha escrita al dorso: el día antes de su desaparición.

—Parecen... felices —observé, tocando la imagen con reverencia—. Como si no supieran lo que venía.

—Quizás no lo sabían —respondió Leo, su voz suave—. O quizás sabían que estaban haciendo lo correcto, a pesar del riesgo.

Mientras anochecía, planeamos nuestro acercamiento al muelle. Leo conocía la zona—había trabajado allí un verano cargando mercancías.



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En el texto hay: misterio

Editado: 23.10.2025

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