La ventana protestó con un chirrido agudo que pareció atravesar la noche como un grito de alarma. Leo me impulsó hacia arriba, sus manos firmes en mi cintura mientras yo me agarraba del marco oxidado. El metal estaba helado contra mis palmas, y por un segundo, el miedo me paralizó—no por la caída que me esperaba del otro lado, sino por lo que dejábamos atrás si no lográbamos salir.
—Vamos, Amy —urgió Leo, su voz tensa pero controlada—. Puedes hacerlo.
Me impulsé hacia arriba, mis músculos protestando por el esfuerzo. La abertura era estrecha, apenas lo suficiente para que cupiera mi cuerpo. Por un instante quedé atascada, el pánico burbujeando en mi garganta como ácido. Pero entonces, con un último empujón de Leo desde abajo, logré pasar.
Caí del otro lado con un golpe sordo que me sacó el aire de los pulmones. El suelo estaba cubierto de gravilla y basura húmeda que amortiguó parcialmente la caída. Me puse de pie tambaleándome, mirando hacia la ventana donde Leo ya estaba subiendo, la mochila con los documentos y el dinero colgando de su hombro.
—Corre hacia el muelle —dijo al caer a mi lado—. No mires atrás.
Corrimos entre pilas de contenedores oxidados, nuestras sombras proyectándose de forma grotesca bajo las luces naranjas del puerto. Detrás de nosotros, oímos gritos y el sonido de la puerta del almacén siendo forzada. Habían entrado.
El muelle se extendía frente a nosotros como una lengua de madera y metal que se adentraba en la oscuridad del mar. Las olas golpeaban contra los pilotes con un ritmo hipnótico que contrastaba brutalmente con el latido frenético de mi corazón.
—¡Allí! —gritó una voz detrás de nosotros.
Leo me tomó de la mano y nos desviamos hacia la derecha, adentrándose en un laberinto de barcos amarrados y redes de pesca apiladas. El olor a pescado y sal marina era tan intenso que casi podía saborearlo.
Nos refugiamos detrás de un contenedor de carga, nuestras respiraciones entrecortadas resonando en el espacio cerrado. Leo me miró, sus ojos brillando con una mezcla de miedo y determinación que probablemente reflejaba la mía.
—Tenemos que llegar al otro lado del puerto —susurró, señalando hacia las luces distantes de la ciudad—. Hay una salida cerca del mercado de pescado.
—¿Cuánto?
—Medio kilómetro. Quizás menos.
Medio kilómetro que parecía una eternidad cuando cada sombra podía esconder a uno de los hombres de Rojas.
Nos movimos con cuidado, usando los contenedores y los botes como escudos. En un momento, pasamos tan cerca de uno de nuestros perseguidores que pude oler el humo de su cigarrillo. Leo me cubrió la boca con su mano para ahogar el sonido de mi respiración agitada.
Cuando el hombre se alejó, continuamos avanzando. Mis piernas temblaban por la adrenalina y el esfuerzo, pero la mano de Leo en la mía era un ancla que me mantenía enfocada.
Finalmente, llegamos a la cerca que separaba el puerto del mercado. Era alta, coronada con alambre de púas que brillaba amenazante bajo las luces.
—No podemos escalarla —dije, sintiendo cómo la desesperación comenzaba a filtrarse en mi voz.
Leo miró alrededor, sus ojos escaneando el área con rapidez. Entonces los vio—un grupo de trabajadores nocturnos descargando un camión cerca de la entrada principal del mercado.
—Por allí —dijo—. Podemos mezclarnos con ellos.
Caminamos lo más naturalmente posible hacia el grupo, intentando parecer trabajadores más que fugitivos. Los hombres apenas nos miraron, demasiado ocupados con sus cajas y palés. Pasamos junto a ellos y entramos al mercado.
El interior era un caos organizado de puestos cerrados y pisos mojados que olían a pescado y hielo derretido. Nuestros pasos resonaban en el espacio vacío mientras buscábamos la salida del otro lado.
—Espera —dijo Leo de repente, deteniéndose junto a un puesto de mariscos—. Necesitamos un plan. No podemos seguir huyendo indefinidamente.
Tenía razón. Nos sentamos en unas cajas de madera apiladas, la mochila con las pruebas descansando entre nosotros como un recordatorio tangible de todo lo que estaba en juego.
—Tenemos el dinero y los documentos —dije, organizando mentalmente lo que sabíamos—. Pero necesitamos más que eso. Necesitamos que alguien con poder nos escuche.
Leo asintió, sacando su teléfono. La pantalla iluminó su rostro con un resplandor azulado.
—Conozco a alguien —dijo después de un momento—. Un periodista de investigación. Trabajó con mi madre antes de... antes de que ella muriera. Es de confianza.
—¿Estás seguro?
—Tanto como puedo estarlo de alguien en este momento.
Marcó un número, sus dedos temblando ligeramente. La llamada sonó tres veces antes de que alguien contestara.
—¿Héctor? Soy Leo. Leo Castillo. —Una pausa—. Sí, sé qué hora es. Pero tengo algo que necesitas ver. Algo sobre Salvador Rojas.
La conversación fue breve pero intensa. Cuando colgó, Leo tenía una expresión que mezclaba esperanza y aprensión.
—Quiere vernos. Ahora. Dice que tiene un lugar seguro donde podemos quedarnos mientras él verifica los documentos.
—¿Confías en él?
Leo me miró, y en sus ojos vi todas las dudas y temores que yo también sentía. Pero también vi algo más—una determinación férrea que había ido creciendo desde que empezamos esta búsqueda de la verdad.
—Mi madre confiaba en él —dijo simplemente—. Y en este momento, eso tendrá que ser suficiente.
Salimos del mercado hacia las calles que comenzaban a despertar con los primeros trabajadores madrugadores. El cielo todavía estaba oscuro, pero había una promesa de amanecer en el horizonte—una línea tenue de luz que separaba la noche del día.
Héctor Morales vivía en un apartamento modesto en el barrio universitario, en un edificio de ladrillos desgastados que había visto mejores días. Nos recibió en la puerta—un hombre de unos cincuenta años, con el cabello canoso y ojos agudos detrás de gafas de montura metálica que evaluaban todo con la precisión de alguien acostumbrado a buscar la verdad entre mentiras.
Editado: 23.10.2025