Entre Luz y Promesas

Capítulo 8 - En la Quietud del Refugio

El primer día completo en el apartamento de Héctor fue una lección de paciencia forzada. Desperté con el sol filtrándose por las cortinas polvorientas, el cuerpo adolorido por haber dormido en una posición extraña. Leo seguía a mi lado, su respiración profunda y constante, el brazo aún extendido donde nuestras manos se habían encontrado durante la noche.

Me levanté con cuidado, tratando de no despertarlo. El apartamento estaba en silencio, salvo por el tic-tac hipnótico de un reloj de pared en la sala. Héctor ya no estaba—una nota en la mesa de café explicaba que había salido temprano para reunirse con la fiscal y que no debíamos abrir la puerta a nadie.

"Hay comida en el refrigerador. No salgan. Volveré antes del mediodía. —H."

La letra era apresurada, casi ilegible, como si la hubiera escrito con prisa o preocupación. Doblé la nota y la guardé en mi bolsillo, un recordatorio tangible de que, aunque estuviéramos escondidos, las cosas se estaban moviendo afuera.

El refrigerador contenía lo básico: huevos, pan, leche que olía como si estuviera en el límite de su fecha de caducidad, y algunas frutas que habían visto mejores días. Preparé café en una cafetera antigua que gruñó y escupió como si estuviera ofendida por ser usada tan temprano.

—Huele bien —dijo Leo desde la puerta de la habitación, frotándose los ojos.

Tenía el cabello completamente despeinado, apuntando en direcciones imposibles, y una marca de almohada en la mejilla. Había algo íntimo y vulnerable en verlo así, sin las defensas que normalmente llevaba como armadura.

—No prometo que sepa tan bien como huele —advertí, sirviéndole una taza—. Esta cafetera tiene como cien años.

Se sentó en uno de los taburetes de la cocina, envolviendo sus manos alrededor de la taza como si buscara calor a pesar de que el apartamento estaba cálido.

—¿Héctor? —preguntó.

—Salió a reunirse con la fiscal. Dejó una nota.

Asentí, procesando. El silencio se instaló entre nosotros, no incómodo pero cargado de todo lo que habíamos vivido y todo lo que aún estaba por venir.

—¿Cómo te sientes? —pregunté finalmente—. Con todo esto.

Leo tomó un sorbo de café, haciendo una mueca ante el sabor amargo.

—Honestamente, no lo sé. Es como si hubiera estado corriendo tanto tiempo que ahora que me he detenido, no sé qué hacer con la quietud. —Me miró por encima del borde de la taza—. ¿Y tú?

—Inquieta —admití—. No soy buena quedándome quieta. Siempre necesito estar haciendo algo, capturando algo, moviéndome.

—Supongo que tenemos eso en común.

Preparé huevos revueltos con lo que encontré, y comimos en un silencio más cómodo. Después, mientras lavaba los platos, mi teléfono vibró con una serie de mensajes que habían estado llegando durante la noche. Val, por supuesto.

"AMY, ¿DÓNDE CARAJOS ESTÁS?"

"El instituto está que arde con rumores"

"Sam está preocupado. Yo estoy preocupada"

"Si no me respondes en las próximas 2 horas llamo a tu mamá"

"Ok, pasaron las 2 horas. Llamando a tu mamá"

"Tu mamá dice que estás bien pero no me dice dónde estás. ¿QUÉ ESTÁ PASANDO?"

Suspiré, sintiendo una mezcla de culpa y alivio. Culpa por preocuparla, alivio de que al menos mi madre le hubiera confirmado que estaba viva.

—Val —expliqué a Leo, mostrándole los mensajes—. Está al borde de un colapso.

—¿Vas a responderle?

Dudé. Héctor había sido claro: no contactar a nadie. Pero Val era mi mejor amiga, y la idea de dejarla en la oscuridad me revolvía el estómago.

—Solo para decirle que estoy bien —decidí—. Nada más.

Escribí un mensaje cuidadosamente neutral: "Estoy bien. No puedo explicar ahora, pero pronto. Confía en mí."

La respuesta llegó en segundos: "Más te vale que sea una buena explicación. Y más te vale que ese chico nuevo no te haya metido en problemas"

Seguido de: "Aunque si los problemas incluyen su cara, casi lo entiendo"

Y luego: "CASI"

No pude evitar sonreír. Val tenía el don de aligerar hasta las situaciones más pesadas.

—¿Qué dice? —preguntó Leo, acercándose para leer por encima de mi hombro.

—Que tiene preguntas. Y que reconoce que tienes una cara decente.

Leo rio, un sonido bajo y genuino que resonó en el espacio pequeño de la cocina.

—¿"Decente"? Devastador sería más preciso.

—No te infles el ego —respondí, empujándolo juguetonamente—. Ya está suficientemente grande.

—Dice la chica que lleva una cámara como accesorio permanente —contraatacó, pero su sonrisa quitaba cualquier veneno a las palabras.

Era extraño y reconfortante a la vez, este intercambio ligero en medio de todo el caos. Como si al burlarnos el uno del otro, pudiéramos pretender por un momento que éramos solo dos adolescentes normales en una mañana normal.

El resto de la mañana se arrastró con una lentitud dolorosa. Intentamos ver televisión, pero cada programa parecía diseñado para recordarnos del mundo exterior del que estábamos escondidos. Leo encontró una guitarra vieja en el closet de Héctor y comenzó a tocar acordes suaves que llenaban el apartamento con una melancolía que no sabía que necesitaba.

—¿Esa es nueva? —pregunté después de escucharlo por un rato.

—Algo en lo que he estado trabajando —respondió, sin levantar la vista de las cuerdas—. Todavía no tiene letra.

—Cántame algo de todas formas.

Vaciló, sus dedos deteniéndose sobre las cuerdas.

—No tengo todas las palabras aún.

—Entonces improvisa. O simplemente toca. Sea lo que sea está bien.

Continuó tocando, y después de un momento, comenzó a cantar fragmentos de letras que sonaban a promesas rotas y segundas oportunidades. Su voz llenaba los espacios vacíos del apartamento, convirtiéndolo en algo menos parecido a un escondite y más a un refugio.

Cuando terminó, el silencio que siguió era del tipo que no necesita ser llenado.

—Eso fue hermoso —dije finalmente.



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En el texto hay: misterio

Editado: 23.10.2025

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