Entre mentiras y deseos

El Contraataque de Blackwood

La habitación era tan impresionante como el resto de la cabaña.

Un amplio ventanal dejaba entrar la luz de la mañana, iluminando la enorme cama king-size en el centro de la estancia. Todo era madera oscura, texturas elegantes y detalles minimalistas, pero con un aire íntimo y cálido.

Emma no pudo evitar tragar saliva.

Porque, a pesar de que había seguido a la nana sin dudar, ahora que estaba aquí, en una sola habitación con Robert Blackwood, empezaba a sentir el peso de su decisión.

Escuchó la puerta cerrarse detrás de ella y se giró solo para encontrarse con Robert apoyado contra la madera, con una expresión peligrosamente relajada.

—Vaya, cariño —dijo con voz profunda—, parece que estabas muy ansiosa por compartir habitación conmigo.

Emma le lanzó una mirada afilada.

—No seas ridículo.

Robert sonrió con burla y, sin apartar la mirada de ella, se llevó las manos al cuello y empezó a quitarse el suéter.

Emma se quedó estática.

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó con una mezcla de incredulidad y alerta.

Robert tiró el suéter sobre una silla y luego llevó las manos al botón de su pantalón deportivo, desabrochándolo con una lentitud exasperante.

—¿Qué parece que estoy haciendo? —respondió con falsa inocencia.

Emma abrió los ojos con pánico real.

—¡No te atrevas!

Pero Robert ya estaba bajando la cremallera.

Emma levantó las manos en señal de advertencia.

—¡Robert, detente ahora mismo!

Él se quedó quieto, con las manos aún en el borde de su pantalón, con una expresión completamente relajada.

—¿Por qué?

Emma parpadeó como si él acabara de decir la cosa más absurda del mundo.

—¿Cómo que por qué? ¡Porque estamos en la misma habitación y—!

—Exactamente —la interrumpió, inclinando la cabeza con una sonrisa traviesa—. Fuiste tú la que no se resistió a estar en la misma habitación que yo.

Emma sintió un golpe de indignación.

—¡Eso no es cierto!

Robert se encogió de hombros con teatralidad.

—La nana nos asignó esta habitación, pero nadie te obligó a aceptarlo. Pudiste haber dicho algo… pero no lo hiciste.

Emma apretó los labios.

Maldito Blackwood.

—No dije nada porque no quiero levantar sospechas —se defendió, cruzándose de brazos.

Robert avanzó un paso hacia ella, con su aura intensa, como si cada fibra de su ser estuviera diseñada para provocarla.

—¿Seguro que fue solo por eso?

Emma sintió su pulso acelerarse.

Pero no iba a dejarlo ganar tan fácilmente.

Enderezó la espalda y lo enfrentó con una mirada desafiante.

—Sí. Así que si pretendes intimidarme con tu exhibicionismo, te advierto que no funcionará.

Robert rió bajo.

—Oh, cariño, esto no es intimidación.

Y sin decir más, deslizó su pantalón deportivo hacia abajo y se quedó en bóxers.

Emma se giró de inmediato, con el rostro ardiendo.

—¡Por Dios, Robert!

Él se rió con descaro.

—Tranquila, amor, no es nada que no vayas a ver tarde o temprano.

Emma soltó un resoplido de pura frustración.

—No me hables así.

—¿Así cómo?

—Así… como si realmente fuéramos una pareja.

Robert sonrió de lado y se acercó hasta quedar justo detrás de ella.

—¿Y qué es lo que somos, entonces?

Emma se giró para responderle… pero su boca se secó al encontrarse con la imagen de Robert, medio desnudo, mirándola con esa intensidad arrolladora.

Maldición.

Esto se le estaba yendo de las manos.

Y lo peor era que Robert lo sabía.

Emma inhaló lentamente, reuniendo toda la fuerza de voluntad que le quedaba.

—Somos… dos personas atrapadas en una mentira.

Robert la observó en silencio por unos segundos.

Luego, su sonrisa se amplió con absoluta confianza.

—Bueno, entonces disfrutemos la mentira, ¿no crees?

Emma sintió que ese fin de semana iba a ser más complicado de lo que pensaba.

El día transcurrió de una forma sorprendentemente relajada y divertida.

Emma nunca imaginó que podría disfrutar tanto la compañía de Robert Blackwood fuera del ambiente laboral.

Pasaron la mañana explorando la cabaña, caminando por los senderos boscosos cercanos y compartiendo anécdotas sin la tensión habitual que solía envolverlos.

Robert, lejos de la imagen del CEO implacable, parecía mucho más accesible.

Incluso hablaba con una calidez especial cuando mencionaba a sus sobrinos, describiendo con detalle cómo Mia insistía en que él fuera su príncipe en cada una de sus historias imaginarias, o cómo Archie lo retaba en videojuegos que él apenas entendía.

—Me ganan todo el tiempo —admitió, con una sonrisa divertida mientras preparaban la cena.

Emma lo miró con incredulidad.

—¿Robert Blackwood acepta la derrota?

—Soy realista —respondió él con una media sonrisa—. En los negocios, nunca me dejaría perder… pero con ellos no me molesta.

Emma notó algo diferente en su tono.

Robert no se daba permiso de perder en ningún otro aspecto de su vida.

Era un hombre acostumbrado a estar en control, a ganar siempre.

Pero su familia era su debilidad.

Y cuando, sin pensarlo, mencionó que le gustaría tener hijos algún día, Emma sintió una extraña presión en el pecho.

No esperaba que lo dijera.

Y, por alguna razón, le sorprendió lo natural que sonó.

Por la noche, después de una cena tranquila y más conversaciones inesperadas, Robert entró al baño a darse una ducha.

Emma, en cambio, decidió salir un rato a tomar aire.

La cabaña estaba en un punto elevado, lo que permitía una vista impresionante del bosque iluminado solo por la luna y algunas luces exteriores.

Se abrazó a sí misma por el frío, pero no estaba completamente relajada.

Había estado esquivando la realidad todo el día.

Pero ahora, tenía que atender algunos negocios.

Sacó su teléfono y realizó una llamada rápida.




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