Robert Blackwood no estaba acostumbrado a perder.
Ni en los negocios.
Ni en su vida personal.
Y, sin embargo, Emma Cotes había logrado lo imposible.
Se había esfumado.
Sin una palabra.
Sin una advertencia.
Como un fantasma.
Robert intentó localizarla los primeros días.
Nada.
Intentó llamarla.
Número fuera de servicio.
Intentó ubicarla en su antigua dirección.
Se había mudado.
Intentó contactar a su círculo cercano en la empresa.
Nadie sabía nada.
Emma había borrado cada rastro de su existencia de su vida.
Y eso lo estaba volviendo loco.
Porque no era solo la desaparición lo que lo molestaba.
Era la razón detrás de ella.
Sabía que la había empujado demasiado lejos en la cabaña.
Sabía que Emma sentía algo, aunque no quisiera admitirlo.
Y eso la había aterrorizado.
Pero, si ella creía que con desaparecer iba a lograr que él la olvidara…
Se estaba equivocando.
En Los Ángeles – La Huida de Emma
Emma miraba por la ventana de la habitación de su hotel en Los Ángeles, con la mente llena de caos.
Habían pasado días desde que dejó la cabaña.
Días desde que había huido.
Porque, aunque intentara convencerse de lo contrario… eso era lo que había hecho.
Había corrido.
Había dejado todo atrás.
Había cambiado de número, se había mudado y había rechazado cualquier contacto con Blackwood Inc.
Porque estar cerca de Robert Blackwood era peligroso.
No solo porque sabía que él podía destruirla si descubría la verdad sobre Soul Marketing…
Sino porque él ya había encontrado la forma de meterse bajo su piel.
Y eso era lo que más la asustaba.
La forma en que la hacía sentir.
La forma en la que, por un segundo, quiso perderse en él en la cabaña.
Quiso olvidar que todo era un juego.
Quiso besar a Robert Blackwood sin importar las consecuencias.
Y eso era inaceptable.
Por eso, cuando surgió la oportunidad de viajar a L.A. para resolver algunos asuntos de Soul Marketing, no lo pensó dos veces.
—Necesito distraerme, Liv —le dijo a su socia, mientras preparaba su maleta—. Necesito enfocarme en el trabajo.
Liv no la creyó del todo.
—¿O necesitas huir de Robert?
Emma apretó los labios, sin responder.
Porque, en el fondo… sabía que Liv tenía razón.
El Accidente
Los Ángeles era caótico.
Las reuniones se alargaban.
Los horarios se volvían más pesados.
Y Emma, en su intento de ahogarse en el trabajo, se olvidó de algo esencial: su propio agotamiento.
Fue por eso que no se dio cuenta del auto acercándose demasiado rápido cuando cruzaba la calle.
Todo pasó en cuestión de segundos.
Un frenazo.
Un golpe en su costado.
Y luego… oscuridad.
Cuando despertó, lo primero que sintió fue el olor a desinfectante.
La luz blanca del hospital la cegó por un momento.
Y luego, una voz familiar la sacó del aturdimiento.
—Vaya, vaya. Mira a quién tenemos aquí.
Emma parpadeó con incredulidad.
James Blackwood estaba de pie junto a su cama, con una bata de médico y una expresión de sorpresa.
—¿James?
Él sonrió.
—No esperaba verte aquí.
Emma se incorporó con cuidado, sintiendo el dolor punzante en su costado.
—¿Qué haces aquí?
James se encogió de hombros.
—Cubriendo el turno de un amigo en el hospital universitario. Estaba revisando unas historias clínicas cuando una paciente ingresó con un golpe por atropello menor y… sorpresa.
Emma cerró los ojos con frustración.
No podía haber sido otra persona.
James se acercó un poco más, con los brazos cruzados.
—¿Quieres contarme qué demonios haces en Los Ángeles… y por qué mi hermano no tiene ni idea de dónde estás?
Emma abrió la boca para responder, pero James la interrumpió antes de que pudiera inventar una excusa.
—Sea lo que sea que pasó entre ustedes… Robert está hecho mierda.
Emma sintió una punzada en el pecho.
—No lo creo.
James suspiró.
—Mira, no sé qué ocurrió después de la cabaña, pero sé que Robert ha estado insoportable. Y cuando Robert está insoportable, significa que está intentando no pensar en algo.
Emma desvió la mirada.
—No es mi problema.
James la miró con curiosidad.
—¿No?
Emma no respondió.
Porque, aunque quisiera negarlo…
Una parte de ella todavía pensaba en Robert Blackwood.
Y, por primera vez, no estaba segura de cuánto tiempo más podría seguir huyendo.
Emma apartó la mirada de James y se concentró en el vendaje de su brazo, como si fuera lo más interesante del mundo.
Pero James no era un idiota.
—Emma —dijo con su tono de hermano mayor implacable—. No me vengas con evasivas.
Ella suspiró.
—No hay nada que hablar, James.
—Eso es mentira —dijo él con tranquilidad—. Algo pasó en la cabaña.
Emma no respondió.
Porque no podía negar que sí, algo había pasado.
No un beso.
No una declaración.
Pero algo cambió entre ella y Robert esa noche.
Y cuando lo sintió demasiado cerca, cuando se dio cuenta de que se estaba ahogando en lo que sea que había entre ellos…
Huyó.
James se sentó en el borde de la cama del hospital y la miró con seriedad.
—Escucha, no suelo meterme en los problemas románticos de mi hermano.
Emma bufó.
—Esto no es un problema romántico.
James sonrió con diversión.
—Dile eso a Robert.
Emma lo miró con incredulidad.
—Robert no es el tipo de hombre que se queda sufriendo por una mujer.
James inclinó la cabeza.
—Eso era cierto… hasta que apareciste tú.
Emma sintió un nudo en el estómago.
Porque James no hablaba con ironía ni con intención de manipularla.
Hablaba con una certeza que la inquietó.
—Está enojado, confundido, no deja de trabajar y no es el mismo desde que volviste a la ciudad sin dar una explicación —continuó James—. Y créeme, Emma, cuando Robert no puede controlar una situación, se vuelve insoportable.