Entre mentiras y deseos

La Caza de Blackwood

Robert Blackwood no era un hombre paciente.

Menos cuando algo le pertenecía.

Y aunque Emma Cotes no era suya, había algo en la forma en la que lo desafiaba, en la forma en la que lo dejaba siempre al filo del abismo antes de desaparecer…

Que lo volvía loco.

Así que cuando Emma salió de la habitación sin mirarlo atrás, dejándolo con un fuego ardiente en la sangre y una necesidad frustrada, supo que no podía dejar que se fuera así.

No esta vez.

Robert dejó escapar un suspiro pesado, pasó una mano por su cabello y se obligó a recuperar el control.

Porque si iba a ir tras ella, lo haría con estrategia.

Primero, salió de la habitación como si nada hubiera pasado.

Lena seguía en el pasillo, apoyada contra la pared con los brazos cruzados.

—¿Todo bien? —preguntó con una sonrisa curiosa.

Robert la miró sin expresión.

—Perfectamente.

Lena soltó una risa.

—Mientes muy mal cuando se trata de ella.

Robert no se molestó en responder.

Solo bajó las escaleras con paso firme, con la vista escaneando la fiesta hasta encontrar esa cabellera oscura en la terraza.

Emma estaba de espaldas, con un vaso en la mano, hablando con Sophie, como si nada estuviera ocurriendo.

Pero él sabía la verdad.

Sabía que estaba temblando por dentro, igual que él.

Así que sin dudarlo, se acercó a ella.

No de inmediato.

No como un hombre desesperado.

Sino como alguien que sabía que, al final del día, ella no iba a escapar.

—Emma.

Su voz fue un arma.

Baja.

Firme.

Inevitable.

Emma se tensó de inmediato.

Sophie, en cambio, sonrió ampliamente.

—Oh, Robert, no sabía que ya se habían encontrado.

Robert no apartó la vista de Emma.

—Sí, nos encontramos hace un momento. Pero nuestra conversación quedó inconclusa.

Emma tragó saliva y fingió normalidad.

—No creo que haya más que decir.

Robert esbozó una media sonrisa.

—Te equivocas.

Sophie miró la escena con curiosidad y decidió retirarse antes de quedar atrapada en medio del fuego cruzado.

—Voy por más bebida —murmuró, antes de desaparecer en la multitud.

Emma apretó la mandíbula.

—Déjame en paz, Robert.

Él negó lentamente.

—No.

Emma parpadeó con incredulidad.

—¿Perdón?

Robert se inclinó un poco hacia ella, lo suficiente como para que su presencia la envolviera.

—No voy a dejarte escapar otra vez.

Emma sintió un escalofrío recorrerle la piel.

Porque esta vez, Robert no la dejaría ir tan fácil.

Así que, en lugar de discutir en medio de la fiesta, él tomó su muñeca con suavidad pero con firmeza y la guió fuera de la terraza, lejos de los ojos curiosos.

Emma debió resistirse.

Debió gritar, fingir que no sentía nada.

Pero sus pies la siguieron sin que pudiera evitarlo.

Porque aunque había pasado días tratando de huir de él…

Su cuerpo no quería alejarse.

La llevó hasta un pasillo menos transitado, donde la luz era tenue y las conversaciones de la fiesta se escuchaban lejanas.

Robert hizo que entraran en la primera habitación que encontró abierta, cerró la puerta detrás de ellos y se apoyó contra ella, bloqueando la salida.

Emma sintió su pecho arder.

—¿Qué quieres de mí, Robert?

Él apoyó una mano contra la pared, cerca de su rostro, enmarcándola sin tocarla.

—Quiero que dejes de correr.

Emma cerró los ojos con fuerza.

—No estoy corriendo.

Robert soltó una risa baja.

—¿No? ¿Entonces por qué desapareciste de la faz de la Tierra?

Emma sintió un nudo en la garganta.

Porque no tenía una respuesta que pudiera darle sin quedar en evidencia.

Así que hizo lo que mejor sabía hacer cuando se sentía atrapada.

Atacar primero.

—¿Y tú? —soltó de golpe—. ¿Por qué trajiste a Lena?

Robert no se inmutó.

—Sabía que vendrías.

Emma lo miró con incredulidad.

—¿Qué?

Robert sonrió con arrogancia.

—Eres predecible, Emma. Sabía que ibas a aparecer aquí tarde o temprano.

Emma lo fulminó con la mirada.

—Sigues siendo un arrogante.

—Y tú sigues mintiéndote a ti misma.

Emma sintió su corazón acelerarse.

Porque él tenía razón.

Y lo supo cuando Robert llevó una mano a su cintura, atrapándola entre él y la pared.

—Dime que no sientes nada, Emma —susurró con voz grave—. Dímelo y te dejo ir.

Emma abrió la boca para responder.

Pero no pudo.

Porque era mentira.

Y ambos lo sabían.

Robert sonrió lentamente.

—Eso pensé.

Y entonces, se inclinó y la besó.

No hubo duda.

No hubo espacio para el arrepentimiento.

Solo una explosión de todo lo que habían estado conteniendo.

Emma se aferró a su camisa sin pensarlo, tirando de él, dejándose consumir.

Porque, aunque había intentado huir de esto…

Lo único que había logrado era desearlo más.

El beso no fue suave.

No fue un experimento ni una prueba.

Fue una guerra.

Una lucha de orgullo, de deseo contenido, de días enteros tratando de fingir que no sentían nada.

Robert no la besó con duda, sino con la certeza de alguien que sabía exactamente lo que quería.

Y Emma…

Emma simplemente se dejó arrastrar.

Su espalda golpeó la pared con suavidad, pero no le importó.

Porque la forma en la que Robert la sujetaba por la cintura, la manera en la que su cuerpo la cubría por completo…

Le robaba el aire.

Sus manos viajaron instintivamente hasta el cuello de su camisa, sujetándolo con fuerza, como si temiera que se alejara.

Pero Robert no iba a alejarse.

No después de haber esperado tanto.

No después de todas las veces que ella le había dado la espalda.

Emma sintió cómo las manos de Robert se deslizaban con desesperación por su cintura, subiendo lentamente hasta enredarse en su cabello.




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