La ciudad estaba gris.
Una de esas tardes en que el cielo parece saber que algo está a punto de romperse.
Ema caminaba por el centro de Manhattan con la mente nublada, el corazón en una batalla constante entre el orgullo y la culpa.
Desde la llamada de James, no había dormido bien.
No había trabajado bien.
No había respirado bien.
Porque algo en ella… ya no encajaba.
Como si hubiera dejado una parte de sí misma con Robert Blackwood.
Una parte que no volvería a encontrar si no lo enfrentaba.
Y eso era precisamente lo que tenía que hacer.
Aunque fuera tarde.
Aunque doliera.
Aunque él ya no quisiera escucharla.
El edificio de Blackwood Inc. se alzaba imponente como siempre, pero algo en el aire era distinto.
Los empleados hablaban en voz baja, y nadie parecía querer mirar a Emma directamente.
Ella lo sabía.
La noticia se había filtrado.
Todos sabían ya que la “novia del jefe” era una impostora.
Cuando llegó al piso ejecutivo, el pasillo que antes le parecía imponente… ahora le helaba la sangre.
Y al fondo, como un centinela esperando su momento, Robert estaba de pie, frente al ventanal de su oficina.
No se volvió al sentirla entrar.
Emma se detuvo, sin atreverse a acercarse más.
—Robert…
Silencio.
Su espalda recta.
Sus manos cruzadas detrás.
Su figura aún más fría que la ciudad allá afuera.
—No tienes que decir nada —dijo al fin, con voz cortante—. Vine porque James me pidió que te escuchara. No porque yo lo deseara.
Emma sintió el golpe.
Pero lo aceptó.
Lo merecía.
—Yo no vine a justificarme —dijo, recuperando algo de fuerza—. Solo quiero que sepas que… no todo fue una mentira.
Robert rió.
Una carcajada hueca.
—¿No todo? Interesante. ¿Qué parte era real, Emma? ¿La parte en la que te infiltraste en mi empresa para estudiar nuestros movimientos? ¿O la parte en la que dormiste conmigo mientras sabías que tu start-up se alimentaba de mis clientes?
Emma dio un paso al frente.
—No fue así. Al principio sí quise pasar desapercibida. Solo quería aprender, ganar experiencia…
—¿Y luego? —interrumpió él, dándose la vuelta por primera vez.
Su rostro estaba desencajado.
Sus ojos, oscuros, hinchados, cansados.
—¿Luego qué, Emma? ¿Decidiste que era conveniente acostarte con el enemigo? ¿O solo fue una forma más de escalar posiciones?
Emma lo miró, herida, pero no sorprendida.
—Sabes que no fue así. No juegues a ser ciego ahora. Tú también sentías algo.
Robert dio un paso hacia ella.
—Sí. Lo sentí. Lo más jodido es que por primera vez en mi vida me creí vulnerable por alguien.
Sus ojos brillaban de rabia contenida.
—Nunca había dejado entrar a nadie así. No después de lo que pasó con ella —dijo, haciendo referencia por primera vez a su antigua prometida—. Y fuiste tú quien rompió esa coraza.
Emma dio otro paso.
—Y tú fuiste quien me hizo creer que estaba a salvo. Que podía bajar la guardia. Que podía confiar…
—¿Confiar? —repitió con furia—. ¡Tú tuviste toda la verdad en tus manos y decidiste callarla!
El silencio entre ellos era como pólvora.
Solo hacía falta una chispa.
Y Emma la lanzó.
—Porque me enamoré de ti.
Robert quedó en shock.
—¿Qué…?
—Me enamoré, Robert. Contra todo pronóstico, contra mi razón, contra el maldito plan. Me enamoré de ti en medio del caos, y tuve miedo. Miedo de perderte, miedo de que si sabías la verdad me odiaras, miedo de lo que eras capaz de hacer.
—Y lo hiciste igual.
—Lo hice mal. Pero nunca fue una mentira.
Él respiró hondo. Su mirada se oscureció aún más.
—¿Y ahora qué esperas? ¿Un perdón? ¿Un abrazo? ¿Una segunda oportunidad?
Emma bajó la cabeza.
—No espero nada. Solo vine a que lo supieras. Para que, si vas a odiarme, lo hagas sabiendo todo.
Robert se acercó más. Quedaron a escasos centímetros.
—¿Y si te dijera que ya te odio?
Emma sostuvo la mirada, sin llorar.
—Lo entiendo. Pero yo… no te odio.
Robert apretó los dientes, como si esa respuesta fuera peor que cualquier otra.
Como si preferiría que ella también lo rechazara.
Pero no lo hacía.
Y eso lo destruía más.
—Vete, Emma —dijo finalmente, con la voz apagada.
Emma sintió que el alma se le caía al suelo.
—Robert…
—Por favor —añadió, sin mirarla.
Y cuando ella abrió la puerta, lo escuchó susurrar, apenas audible:
—No vuelvas. No puedo odiarte si vuelves.
Emma salió sin girarse.
Las lágrimas, ahora sí, rodaban por sus mejillas.
Porque ese hombre, tan frío por fuera, acababa de decirle la verdad más dolorosa de todas.
La amaba.
Y por eso, no podía permitirse tenerla cerca.