La cena después del evento fue discreta.
Un restaurante pequeño, escondido entre las calles empedradas del barrio Le Marais, con paredes cubiertas de vino y velas en cada mesa.
Robert había reservado todo el lugar.
Sin anunciarlo.
Sin alardear.
Solo quería estar a solas con ella.
Emma, vestida con un conjunto negro que dejaba al descubierto sus hombros, se sentía extrañamente tranquila.
Ya no había secretos entre ellos.
Ya no existía esa barrera invisible hecha de mentiras, orgullo y miedo.
Solo quedaban ellos. Y lo que aún ardía entre ambos.
La conversación fluyó sin esfuerzo.
Hablaron de Soul Marketing.
De cómo Olivia se convirtió en referente de liderazgo femenino.
De cómo Sophie ahora era una marca internacional.
De cómo Emma aún no se sentía completamente satisfecha, porque su mayor logro aún era algo que no se podía publicar en ninguna revista:
Sobrevivir a Robert Blackwood… y aún así, quererlo.
Robert, en cambio, habló de la empresa con sobriedad.
De los cambios que hizo.
Del tiempo que necesitó para reconstruirse.
Y del espacio que Emma dejó, uno que ninguna otra supo llenar.
—Siempre supe que volvería a verte —dijo él mientras jugaba con el tallo de su copa—. Pero no sabía si iba a odiarte o…
—¿O qué?
Robert levantó la mirada.
Directa.
Íntima.
Arrolladora.
—O besarte como la primera vez… solo que sin ganas de detenerme.
Emma sintió cómo el corazón se le estrellaba en el pecho.
—¿Y ahora?
Robert sonrió.
—Ahora solo quiero saber si aún eres mía.
Ella dejó la copa sobre la mesa y se inclinó ligeramente hacia él.
—Nunca dejé de serlo. Solo necesitabas venir a buscarme.
Hotel Le Meurice, Habitación 608
París no duerme.
Y tampoco lo hicieron ellos.
La puerta se cerró tras de sí.
Las luces tenues del hotel bañaban la habitación de una calidez suave.
La Torre Eiffel se veía a lo lejos, resplandeciendo como testigo muda de lo inevitable.
Robert se acercó con calma.
Sus manos tomaron el rostro de Emma con ternura.
Nada que ver con la urgencia de antes.
—Esta vez no te vas a ir —susurró.
Emma negó, perdida en su mirada.
—Solo si prometes no volver a dejarme sin palabras.
—Lo intentaré… pero no te lo garantizo —dijo él antes de besarla.
Y entonces, todo volvió a incendiarse.
Los besos, más profundos.
Las manos, más exploradoras.
Las respiraciones, sincronizadas.
Robert la desvistió con lentitud, como si deshiciera años de distancia con cada botón.
Emma correspondía con la misma intensidad, empujando la chaqueta de su traje, sintiendo la tensión de su espalda, recordando el cuerpo que no había podido olvidar.
Cayeron sobre las sábanas entre suspiros, risas suaves y miradas que hablaban por sí solas.
Ya no había miedo.
Ya no había máscaras.
Solo deseo. Solo verdad. Solo amor.
Y cuando se unieron, fue más que piel.
Fue catarsis.
Fue redención.
Fue el final de un ciclo…
y el comienzo de algo que ahora sí tenía sentido.