El sol comenzaba a caer cuando Andrea salió de su clase, intentando distraerse del revoltijo de pensamientos que llevaba en la cabeza. Caminó hasta la cafetería del campus, decidió pedir algo para comer y se sentó en una mesa cercana a la ventana. Mientras esperaba, apoyó la barbilla en una mano y dejó que su mente vagara.
El encuentro fugaz con Ricardo esa mañana seguía clavado en su cabeza como una espina imposible de ignorar. Recordarlo había abierto una puerta que llevaba años cerrada: los días en secundaria, las risas a escondidas, y sobre todo, las mariposas en el estómago cada vez que lo veía.
El primer recuerdo llegó como una ráfaga. Fue durante un viaje escolar, cuando él todavía era un año mayor que ella. Habían organizado una carrera recreativa para todos los cursos, y Ricardo estaba compitiendo. No ganó, pero lo que más quedó en su memoria fue la manera en que sonrió al llegar a la meta, como si el resultado no le importara en absoluto. Andrea no le prestó demasiada atención en ese momento; solo lo veía como el hermano mayor de uno de sus compañeros.
Sin embargo, todo cambió al año siguiente. Ricardo había reprobado un curso y ahora estaba en el mismo grado que Andrea. Al principio no lo notó demasiado, pero algo en él la intrigaba. Era reservado, de bajo perfil, y parecía tener un mundo interior al que nadie más tenía acceso. Había días en los que hablaba con todos, riéndose y bromeando como si el mundo fuera suyo, y otros en los que permanecía en silencio, inmerso en sus propios pensamientos. Esa dualidad lo hacía parecer un misterio, y Andrea no podía evitar sentirse atraída por él.
El recuerdo más claro vino después. Fue durante una tarea grupal que los puso a trabajar juntos con otra compañera. Mientras revisaban sus materiales, Ricardo, distraído, sacó algo de su propia mochila: una carta doblada, decorada con dibujos y números extraños. Andrea miró el papel con curiosidad, pero antes de que pudiera decir algo, la otra compañera del grupo lo tomó.
—Esto está en código —dijo, señalando las extrañas combinaciones de letras y números—. No son solo dibujos, alguien quiso dejarte un mensaje secreto.
Ricardo alzó una ceja, visiblemente divertido, y luego dejó escapar una pequeña risa.
—Qué cosas tan raras me dejan. Aunque tú sí eres diferente —dijo, mirando directamente a Andrea.
Esa frase fue como un dardo directo al corazón. Desde entonces, Andrea no pudo evitar mirarlo de otra manera. Recordar ese momento ahora le parecía ridículo. ¿Cómo podía haberse enamorado de alguien por algo tan simple? Por un comentario que, para él, probablemente no significaba nada.
“Fui tan tonta”, pensó, removiendo la pajilla de su bebida. Había idealizado a Ricardo durante siete años por cosas como esa, pequeños momentos que, viéndolos desde la perspectiva actual, no tenían tanto peso. Pero no podía negar que, en su adolescencia, él había sido el centro de su mundo.
Justo en ese instante, el sonido de risas la sacó de sus pensamientos. Al levantar la vista, su corazón se detuvo por un segundo. Allí, al otro lado del patio, cerca de la fuente, estaba Ricardo.
Él no la había visto; estaba con un grupo de amigos, bromeando de la misma forma relajada que recordaba de secundaria. Andrea sintió cómo su pecho se comprimía. ¿Había sido solo una coincidencia esta mañana, o el destino estaba jugando con ella?
Sin darse cuenta, se quedó mirándolo fijamente, como hipnotizada. Su mente iba y venía entre el chico que recordaba y el hombre que ahora tenía frente a sus ojos. De repente, sintió una punzada de incomodidad. Alguien la estaba observando.
Andrea giró lentamente la cabeza, intentando no ser demasiado evidente. A unos metros de distancia, había un chico sentado solo, con los ojos clavados en ella. El contacto visual fue breve, pero suficiente para ponerla aún más nerviosa. ¿La había visto mirando a Ricardo? ¿O acaso su reacción había sido demasiado evidente?
El chico desvió la mirada rápidamente, como si no quisiera incomodarla. Pero Andrea ya no podía sacarse de la cabeza esa extraña sensación de haber sido descubierta.