Desde la videollamada, algo había cambiado.
No se dijeron nada al respecto, pero ambos lo sentían: esa noche marcó un antes y un después. Ya no eran solo “compañeros de juego”, ni “confidentes virtuales”. Habían puesto un rostro, una voz, una mirada… al cariño. Al deseo. A la posibilidad.
Y sin embargo, el mundo real no se detuvo.
Aiden volvía tarde del trabajo. Los mensajes se volvían más breves. Las partidas, más cortas. Y aunque Lyra lo entendía, su corazón comenzaba a llenarse de pequeñas dudas, como esas grietas silenciosas que no se ven hasta que un día revientan.
Una noche, tras una larga jornada en la oficina, Aiden se conectó con los ojos rojos y el alma gris. Habían pasado tres días sin que pudieran hablar con calma. Lyra estaba en línea. En el mismo lugar de siempre. Pero esta vez no lo esperaba sentada bajo su árbol favorito. Estaba lejos, en una zona desconocida del mapa.
Él la siguió.
La encontró al borde de un risco, mirando el mar ficticio que se perdía en el horizonte digital.
—“¿Por qué aquí?” —preguntó Aiden, tecleando lentamente.
—“Porque necesitaba pensar.”
—“¿En qué?”
Lyra tardó más de lo normal.
—“En si esto tiene lugar en el mundo fuera de aquí.”
Aiden se quedó helado. No porque no se lo hubiera preguntado él también, sino porque ahora estaba dicho en voz alta. Como una verdad que ya no se podía ignorar.
—“¿Te refieres a vernos en persona?”
—“No solo eso. Me refiero a si tú y yo… podríamos funcionar fuera del juego. Si te quedarías cuando la magia del teclado y el píxel se apague.”
Aiden tecleó rápido:
—“¿Dudas de lo que siento?”
—“No. Pero dudo del futuro. Tú tienes tu vida allá. Yo la mía aquí. ¿Cuánto tiempo más podremos vivir entre mundos?”
Silencio.
El mar del juego rugía de fondo. Las gaviotas digitales sobrevolaban la escena con elegancia triste.
—“¿Quieres que nos alejemos?” —preguntó Aiden con temor.
—“No,” respondió Lyra al instante. “Solo quiero que sepamos a lo que estamos jugando. No quiero que esto termine sin que siquiera intentemos hacerlo real.”
Fue ahí cuando él lo comprendió.
Ella no quería irse. No quería rendirse.
Lo que quería… era hacerlo posible.
—“Lyra… si tú me dijeras que quieres verme, que quieres que cruce cualquier ciudad o país… lo haría.”
—“¿Lo dices en serio?”
—“Nunca algo me ha importado tanto como tú. Y no voy a dejar que esto se quede en ‘lo que pudo haber sido’.”
Lyra escribió entonces una frase que le quedó grabada a fuego:
—“Entonces empecemos a dejar de escondernos detrás de la pantalla.”
Esa misma noche, intercambiaron sus verdaderos nombres completos. Sus direcciones. Sus ciudades. Hablaron por teléfono con sus voces temblorosas, sin intermediarios. Rieron nerviosos. Se contaron cosas que nunca habían dicho: fracasos, miedos, cicatrices del pasado. Y, por primera vez, hicieron planes.
No sueños. Planes.
—“Podrías venir en dos meses…” —dijo Lyra, tímidamente.
—“Voy a intentarlo. Te lo prometo.”
Ambos sabían que sería complicado. Costoso. Que la vida se interpondría con fuerza. Pero esa noche, hicieron algo más poderoso que declarar amor: decidieron luchar por el amor.
Antes de dormir, Aiden le envió un mensaje de voz. Su voz sonaba más firme, más decidida:
—“Voy a encontrarte, Lyra. Así tenga que cruzar cielo, mapa o miedo. Te quiero. No sé cómo pasó… pero te quiero de verdad.”
Ella respondió con un simple mensaje de texto.
Uno que Aiden leyó una y otra vez antes de dormir:
“Aquí te espero. Con todo lo que soy.”