Isabel saltó los escalones de la escalera de dos en dos. Su aliento se atascaba en su garganta y aunque estaba en forma y solamente había subido un piso, sus piernas temblaban incontrolablemente.
Se detuvo un segundo, apoyándose contra la pared y observó por entre las escaleras el piso de arriba. No podía ver nada, todo estaba tan oscuro que su pequeña linterna no podía ayudarla demasiado.
Le preocupaba el silencio que había ahí adentro. Para empezar, cada paso que ella hiciera, por más cuidadoso, hacía un terrible estruendo en sus oídos; y no entendía, aunque lo agradecía, que Rivero ya no le hablara por el comunicador. Sabía que la razón de su compañero era para que, si había alguien más en el edificio, no supiera de ella al escuchar a Rivero gritarle por el comunicador. Pero una parte de ella temía que Rivero la hubiera abandonado.
Miro a través de la ventana, la calle seguía tan vacía como la había dejado. Intentó no pensar en Rivero, no en ese momento, pero le molestaba que incluso cuando no estaba la irritara.
Aún podía retroceder, bajar las escaleras y salir de ahí. Dar por terminado su turno e irse a casa. Pero no podía hacerlo, lo sabía. Así que subió un piso más, y paró de nuevo para ver hacia arriba antes de subir al tercer piso.
El edificio parecía abandonado, pero no dudaba que hubiera algo detrás de la pesada puerta de metal frente a ella. Algo tuvo que encender esa luz, después de todo.
Aunque había algo más, algo que Isabel no sabía cómo explicar. Algo que la hacía querer entrar aún más por esa puerta, pero al mismo tiempo salir corriendo en la dirección contraria.
El impulso de entrar ganó. Empujo levemente la puerta y se alegró al saber que esta no estaba trancada. Apagó su linterna, no queriendo perder el elemento sorpresa y se adentro en silencio.
Adentro, apenas si distinguía algo por la penumbra. Muebles y otros objetos que no podía identificar esparcidos por el cuarto. Isabel se movió con lentitud, manteniendo su espalda pegada a la pared. Sus ojos se estaban acostumbrado a la oscuridad cuando tropezó con algo en el suelo. Algo metálico cayó y sus pasos retumbaron contra el piso de madera.
Sus sentidos se encendieron, buscando cualquier amenaza en la sala pero esta continuó en silencio. De repente, la luz verde volvió. Pálida y a través de un espeso humo extraño.
―¡Alto ahí! ―grito al ver una figura masculina―. ¡Policía! ¡Manos donde pueda verlas!
El hombre le hizo caso y sus manos tintinearon u entre la luz. Era una imagen confusa, muy parecida a un holograma. Le recordó a Isabel como era ver a lo lejos antes de que supiera que necesitaba lentes de contacto.
―¡De un paso al frente! ¡Lentamente! ―ordenó―. ¡Salga de ese humo!
El hombre volvió a obedecer, dando un largo paso hacía ella. Isabel no dejó de apuntar el arma hacia él incluso después de verlo con mejor claridad. En especial después de verlo con claridad.
Tomó su linterna y la encendió, pensando que quizás era la luz verde lo que le daba ese aspecto tan monstruoso. La luz blanca solo empeoro su imagen, confirmando lo que la penumbra había dejado en duda.
Frente a ella había un cadáver.
Un hombre calvo de piel grisácea, tan fina y estirada que cada hueso y músculo se veía marcado. Vestía ropas brillantes y coloridas, solo un chaleco dorado y unos pantalones rojos holgados. La observaba con sus ojos negros, ahuecados y vacíos como si pudiera ver cada secreto y deseo prohibido en su alma. Pero lo que más inquietaba a Isabel, era ese espacio en el centro de su pecho, justo donde su chaleco no lo cubría, donde la piel se movía hacia afuera y de vuelta hacia adentro una y otra vez, al ritmo de un corazón. ¿Acaso era realmente...?
―Te encuentras frente al Gran Mago Mohan, Genio del Oeste ―dijo con voz estridente―. ¡Regocíjate, pues el día de hoy tienes su favor! ¡Tres deseos te concedo!
―¡A-ALTO AHÍ! ―grito, aunque el hombre no se había movido un centímetro―. ¡NO SE MUEVA! ¡SE LO ADVIERTO!
El hombre ni pestañeo. Luego de lo que le parecieron horas, Isabel respiro una vez más.
―¡De rodillas! ―exigió, intentando que su voz sonase como la del hombre había sonado―. ¡Póngase de rodillas!
El hombre vaciló pero se arrodillo frente a ella. Su rostro se mantuvo inexpresivo pero algo en el vacío de sus ojos pareció moverse. Isabel intento ignorarlo y alcanzó el comunicador en su hombro.
―Rivero ―habló con fuerza―, encontré un sospechoso en el tercer piso del edificio. ¿Estas muy lejos?
Estática.
―¿Rivero? ―volvió a intentar―. ¿Rivero me escuchas?
Nadie contestó.
Volvió a mirar al hombre. ¿Podía llamarlo así? Se veía como alguien que no había sido un hombre en mucho tiempo. Sus ojos habían visto miles de cosas a través de los años, ella lo sabía, y ahora la miraban a ella. No había sentimiento en ellos, solo parecían expectantes a lo que fuera a suceder. A lo que ella fuera a hacer.
Isabel bajó su arma, aunque no sabía exactamente por qué. Había algo en ese hombre, se repitió. ¿Pero qué? ¿Qué le había dicho antes? ¿Su nombre? ¿Cómo era?
―Mohan ―dijo el hombre.
Isabel dio un paso hacia atrás.
―No debes temer ―dijo, su voz se tornó suave, hasta hipnótica―. Estoy a tu servicio.
Isabel quiso relajarse, dejar ir sus ansiedades y dejar al mago hablar, pero algo dentro de si se tensión más. E irguiéndose derecha, tomó valor.
―¿A mi servicio como? ―preguntó, alzando la mandíbula. El hombre aún seguía arrodillado en el suelo, eso debía significar algo.
―Cómo usted desee ―contestó―, lo que usted desee. Tres deseos le ofrezco.
―¿Deseos? ―repitió sin creerlo―. ¿Cómo un genio?
―El Genio del Oeste ―dijo a modo de introducción, una leve sonrisa llena de orgullo se estiró en sus labios azules―, así es como solían llamarme.
―¿De verdad? ―preguntó Isabel, encontrándose queriendo que lo que...este genio, le decía fuera cierto.