—Bell —mi cuerpo se tensa. Me encuentro moviendo mi mano hacia la navaja que tengo como protección dentro de mi bolsillo. No puedo permitirme estar tranquila después de ese enfrentamiento con Mulligan, no ahora—. Bell, soy yo, la maestra Miller.
Mi cuerpo pierde un poco de la tensión acumulada en el momento en que mi vista se posa en la figura de la mujer de no más de uno cincuenta que desprende una aurora llena de dulzura. Demasiada dulzura como para este tipo de lugares.
—Maestra Miller, ¿qué es lo que hace caminando por estos callejones? —no sé mucho sobre ella; sin embargo, en lo que me concierne, dudo mucho que su destino pase por estos sitios de mala muerte.
—Bueno, te vi pasar y pensé que... —vacila por unos instantes, sus ojos moviéndose con inquietud de lado a lado, nerviosa— que tal vez quisieras que te de un aventón a casa.
—¿Esta segura? —pregunto, suavizando el tono de mi voz al igual que mi postura. Ella me regala una sonrisa leve en forma de afirmación. Dudo por unos momentos, pero al final acepto.
Parece que esta semana a sido el día de los aventones.
Jules Miller gira sobre sus talones, y apresuró mis paso hasta estar a su lado. No me había dado cuenta de que le sobrepaso por casi una cabeza hasta ahora. Sus tacones resuenan en la acera con cada paso que da y entonces, soy capaz de darme cuenta que a diferencia de mi, ella no está al cien por ciento alerta. Eso de cierta manera me preocupa. Es alguien joven, no le cálculo más de veinticinco años. A quienes más relajados ven, más rápidos se los llevan.
No estoy segura de cómo nos vemos ante otras personas, aunque lo más acertado es que yo luzca peor que ella. Su atuendo es elegante, no llama la atención, pero se nota a lenguas que está en mejor estado que el mio. Pantalones de tela gris, camisa de algodón blanca con blazer gris y finalmente, tacones bajos grises, combinado a la perfección con su vestimenta. Su cabello rubio está recogido en un moño que, sorprendentemente, no deja escapar ni uno solo de sus cabellos. Mi estilo, por el contrario, es más relajado, menos sofisticado, más adecuado, más de adolescente de barrio.
Caminamos unas pocas cuadras antes de llegar a un sucio, feo y asqueroso carro rojo. No la culpo, después de todo, tener un Mercedes Benz implicaría salir sin un brazo o una pierna. Me pregunto cómo una señora de tan dulce carácter y físico ha terminado aquí, me recuerda un poco a Duncan.
Al entrar al auto, el olor correspondiente a la maestra drena por mis fosas nasales, huele a perfume. Un perfume dulce. Tal vez dulce es la palabra que la caracteriza.
Cuando le digo mi dirección Miller no tiene absolutamente ningún problema en llegar, lo deduzco por la manera determinante en la que conduce. Sin una pizca de duda.
—Es un camino lejano —opina—, ¿caminas todos los días sola hasta aquí?
—Aveces Maxon me acompaña. Estoy acostumbrada a la caminata por lo que ya no tengo problema —respondo con aire desinteresado.
—¿Maxon es tu novio? —cuestiona. Las comisuras de mis labios se levantan levemente, y una vez más, me encuentro comparándola con Duncan.
—Lo sería si no fuera un perro —los ojos de la señorita Miller se abren como platos, un pequeño rubor se apodera de sus mejillas.
—Lo-lo siento, pensé que...
—Está bien —trato de tranquilizarla—, suelo hablar de Maxon como una persona, no es su culpa que se halla confundido.
Asiente. Traga saliva sonoramente, su actitud provoca que una duda se aloje en mi cabeza con rapidez: ¿Me tiene miedo? ¿Piensa que le voy a hacer algo?. Me encuentro tan sometida en la duda que cuando habla, luciendo más recompuesta, me toma por sorpresa.
—Bueno, eh... también te he visto pasar el rato con Lucas Richie.
—Es un amigo —respondo, aunque soy consciente de que no hizo ninguna pregunta, hizo una afirmación.
En menos de unos segundos, me encuentro tensando mi mandíbula al tiempo que empuño mis manos. No estoy muy segura de que Miller quiera llevarme a mi casa tan solo por casualidad. Mis ojos van a los lugares por los que pasamos, necesito estar segura de que de verdad este yendo hacia mi casa, lo último que quiero es ser participante de un secuestro. Un suspiro cansino sale de mi interior, estamos a unas dos cuadras más o menos de casa.
—Es un buen, eh, muchacho, ¿vives con tus padres?
—Maestra Miller, se puede saber con exactitud qué es exactamente lo que usted quiere de mi —no pretendo sonar busca o ruda, pero lo hago.
De un momento a otro, nos encontramos parqueadas en el borde de la acera. Mis ojos inspeccionan las manos de la persona que tengo al lado, al igual que cada una de las cosas que tiene a su alrededor.