Entre Muros y Sueños

Capítulo 6: Aferrarse Duele Mas

El sol de la tarde caía a plomo sobre el patio de la Correccional Valle Verde; el cemento se convertía en un espejo deslumbrante. Los árboles proyectaban sombras largas, ofreciendo poca protección contra el sol inclemente. En la cancha de fútbol, algunos reclusos jugaban con una pelota mientras esperaban a sus familiares, pero Luka no los miraba. Sus ojos permanecían fijos en el portón principal.

Habia pasado una semana desde que Luka pisó por primera vez valle verde. Una semana donde cada miércoles y viernes era el día de las visitas , en ese momento el patio se transformaba en un caleidoscopio de emociones, con familias consumidas por el apoyo y la alegría de reencuentros.

Una semana sin noticias aun de su madre.

Había pasado toda la semana imaginando el momento en que Ana, a pesar de sus demonios, cruzaría el umbral apretado del portón y le regalaría ese simple gesto de amor y comprensión que tanto anhelaba.

Familias llegaban, cargadas de bolsas de plástico con golosinas y ropa. Risas infantiles se mezclaban con el murmullo de conversaciones adultas, un contrapunto a la silenciosa tristeza que envolvía a Luka. Vio a otros internos recibir abrazos, sonrisas cálidas, palabras de aliento. Las escenas se sucedían, un torbellino de afecto familiar que Luka veía desde su solitario rincón, bajo la sombra del árbol raquítico. Con cada familia que se marchaba , la esperanza de Luka se desinflaba un poco más.

Su mirada recorrió una y otra vez el portón, esperando un destello familiar entre la multitud. Pero Ana no llegaba. El vacío que dejó su ausencia se hacía más profundo, más insoportable con cada minuto que pasaba. El anhelo por un abrazo, una palabra, se convirtió en un nudo en su garganta, una presión opresiva en su pecho. Una nueva ola de desesperación se apoderó de él.

"¿Por qué no vino?", se preguntó en voz baja, la pregunta rebotaba entre las paredes de su mente. "¿Se olvidó? ¿Está enferma? ¿O simplemente... ya no le importo?". Las posibilidades lo asaltaron como un ataque, cada una más dolorosa que la anterior.

La imagen de su madre, con su cabello desordenado y sus ojos cansados, lo invadió. La recordaba luchando contra sus demonios, intentando mantener a flote a la familia. Recordaba su voz suave, sus intentos torpes de consuelo, la lucha eterna entre su adicción y el amor incondicional por sus hijos. ¿Habría recaído? ¿Se habría perdido en el laberinto de su propio dolor?

Un sudor frío le recorrió la espalda. La ansiedad se apoderaba de él, un monstruo invisible que apretaba su pecho, impidiéndole respirar. En su mente, dos voces se enfrentaban. Una, la voz de la esperanza, se aferraba a la posibilidad de un descuido, de un imprevisto. La otra, la voz del miedo, la voz de la experiencia, susurraba la devastadora verdad: Ana había fallado, otra vez. Y esta vez, la ausencia pesaba más que nunca. El peso de esa posibilidad, más que el de la posibilidad del fracaso lo dejaba paralizado. La tristeza y el abandono se cernían sobre él como una tormenta. El vacío, esta vez, se sentía inmenso, sin posibilidad de consuelo.

Antonella apareció silenciosamente a su lado, sosteniendo una hoja seca que había rescatado de la huerta. Sus ojos, grandes y oscuros, reflejaban una extraña sabiduría para su edad. Notando la tensión que irradiaba Luka, se sentó a su lado.

-¿Sabes por qué las hojas se dejan caer en otoño? -preguntó, girando la hoja entre sus dedos como un talismán.
Luka la miró de reojo, encogiéndose de hombros. Su respuesta fue seca, sin emoción:
-Porque están muertas.
-No -respondió ella-. Es porque entienden que aferrarse duele más que soltar. -Extendió la hoja hacia él-. Tus miedos son como esto... -apretó la hoja contra su pecho-. Si los guardas aquí, se pudren.
Luka arrugó la frente, el gesto reflejando su incredulidad. Anto, sin embargo, continuó hablando, su voz ganando en intensidad:
-Mi abuela decía que el miedo es como un parásito. Si no lo sacas, te come por dentro. ¿Qué te está comiendo a ti, Luka García?
Luka abrió la boca para responder, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. La imagen de su madre, ausente, volvió a invadirlo. La angustia, antes sorda, ahora resonaba con una cruel claridad.
-Mi madre... -murmuró finalmente, la voz apenas un susurro-. No vino.
Anto asintió, comprensiva. No hizo ningún comentario trivial o cursi; simplemente escuchó, sus ojos oscuros y penetrantes reflejando una empatía inesperada. El silencio que se instaló entre ellos fue pesado, cargado de la comprensión mutua de un dolor compartido.
-El miedo a perderla te consume, ¿verdad? -dijo Anto finalmente, su voz apenas audible por encima del bullicio del patio-. Pero aferrarte a ese miedo, a esa posibilidad... también te destruye.
Luka sintió un nudo en el estómago. Anto tenía razón; el miedo a la ausencia de su madre era un parásito que lo devoraba lentamente. El miedo a que su ausencia fuera permanente, a que ese vacío nunca se llenara. El miedo a su propio fracaso, el temor a no poder proteger a Niko. Un mar de emociones negativas amenazaba con arrastrarlo bajo la superficie.
-Dejarlo ir... es difícil -murmuró Luka, la voz rota.
Anto sonrió levemente, una sonrisa triste pero reconfortante. Le tendió la hoja seca, ahora arrugada y descolorida.
-Intenta soltarlo, Luka. Como la hoja. A veces, dejar que las cosas se vayan, es la única manera de sanar-.
Luka observó la hoja seca en su mano, contemplando la metáfora tan sencilla como profunda. Su corazón latió con fuerza, una mezcla de miedo y una pequeña chispa de esperanza se encendió en su interior. Tal vez Anto tenía razón. Tal vez, liberar el miedo era el primer paso para empezar a reconstruir su vida.

De golpe, un grito los interrumpió: "¡Mati! ¡Hijo!". Un hombre flaco y encorvado, con la misma mirada cansada que Mati, se abalanzó sobre el. Llevaba una bolsa de plástico raída con ropa y una pequeña caja de dulces de menta. El abrazo entre padre e hijo fue breve, pero intenso, una silenciosa transacción de amor y culpa.




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