Tres días habían pasado desde que Rodrigo "El Toro" Rivas fue arrastrado al Hoyo, el temido confinamiento subterráneo que los internos mencionaban con un escalofrío apenas susurrado. Desde entonces, un murmullo creciente se deslizaba por las sombras de Valle Verde, cada palabra cargada de suspenso y miedo.
En los pasillos, las voces se desgranaban entre miradas nerviosas y aceleraban los latidos de quienes las escuchaban. Decían que El Toro no había regresado —ni siquiera una sombra, ni un grito lejano—. "Lo tienen incomunicado", aseguraban con un dedo tembloroso, como quien no quiere llamar demasiado la atención. Otros agregaban a los comentarios que los golpes eran interminables, que las paredes del hoyo absorbían los gritos y los devolvían multiplicados en ecos que volvían locos a los castigados.
Los más viejos en la correccional tejían historias que parecían arrancadas de pesadillas: hablaban de vigilantes que usaban la oscuridad para algo más que para castigar, de sombras que no pertenecían a ningún guardia. Se comentaba que en el subsuelo se escuchaban susurros que helaban la sangre, susurros que apenas una vez lograron escuchar los guardias antes de correr hacia la celda sin volver la vista atrás.
Las leyendas crecían como hiedra venenosa: fantasmas de antiguos internos que habían desaparecido misteriosamente, voces bajas que se colaban por las grietas, imágenes fugaces vistas por quienes osaban acercarse al área que creían prohibida. Dicen que algunos entran y no vuelven, y que quién vuelve, trae en los ojos un brillo apagado, un peso que no se puede explicar.
Entre los internos, el nombre de El Toro se conjuraba con respeto y temor. No sólo por su fuerza, sino porque la incertidumbre sobre su destino convertía su ausencia en algo más aterrador que cualquier pelea.
Mientras aun no se sabía nada del paradero de el toro; Luka se encontraba arrodillado frente a los inodoros, restregaba las manchas de óxido con un cepillo de cerdas duras que le habían dejado las palmas con ampollas. El olor a lavandina le quemaba la garganta, pero prefería ese ardor al silencio opresivo de su habitación.
"Tres días limpiando, y todavía huelen a mierda", pensó, escupiendo en el agua estancada del cubo. El reflejo de su rostro en la superficie turbia se quebró con cada movimiento del cepillo.
Desde el altercado con El Toro, los demás internos lo miraban distinto. Algunos con recelo, otros con algo que podría ser respeto. Un chico de bloque C se le había acercado buscando conversación de manera amistosa. Pequeños gestos que en Valle Verde valían más que palabras.
El zumbido de una mosca golpeando el vidrio de la ventana alta interrumpió sus pensamientos. Levantó la vista hacia la puerta entreabierta donde el guardia Díaz apoyaba la espalda, hojeando una revista de fútbol.
—Tienes diez minutos más!! —gruñó sin mirarlo—. Después quiero ver mi reflejo en esos inodoros.
Luka frotó con más fuerza, haciendo que la espuma jabonosa salpicará sus zapatillas ya mugrientas. Las rodillas le ardían del contacto prolongado con el frío suelo de cerámica, pero el dolor era un buen recordatorio: todavía podía sentir.
El timbre de visitas retumbó en el edificio con un sonido metálico que hizo que Luka se levantara tan rápido que su rodilla golpeó el balde de agua, volcando un charco en el suelo. El agua sucia se esparció, formando un espejo en el que se reflejó su rostro: más delgado, con ojeras profundas, pero sin aquella rabia ciega que solía consumirlo.
Se apresuró a limpiar el desastre, frotando el piso con un trapo que ya estaba empapado. El olor a cloro se mezclaba con el sudor que le corría por la frente. Después de secar el suelo, se lavó las manos con agua fría, frotándose las palmas.
El guardia Díaz levantó la vista de su revista y asintió con la cabeza.
—Ve a ver si tienes visita. Creo que ya cumpliste con tu tarea en el dia de hoy—.
Luka asintió, secándose las manos en los pantalones mientras caminaba hacia el patio. El sol de la tarde lo cegó por un momento al salir del edificio. Parpadeó varias veces, tratando de enfocar la vista en las figuras que esperaban al otro lado de la reja.
El patio bullía con familias abrazando a sus hijos, sus risas y murmullos chocando contra los muros de cemento de Valle Verde. Luka buscó entre la multitud hasta encontrar el sombrero desgastado de El Profe, parado bajo el árbol raquítico con una bolsa de tela en la mano. Detrás de él, Anto y Mati observaban desde la mesa de juegos, fingiendo indiferencia aunque sus ojos no se despegaban de la escena.
—Luka!!!! —llamó El Profe, alzando la bolsa que tenía un pequeño bulto irregular—. Traje algo más que noticias.
Anto no pudo resistir la curiosidad. Se acercó como una sombra ligera, moviéndose entre las mesas con ese andar peculiar que transformaba cada paso en un baile silencioso. Detrás, la figura de Mati asomaba con expresión burlona, las manos metidas en los bolsillos de su uniforme gris.
—¿Quién es tu amigo, Luka? —preguntó Anto señalando al Profe, mientras sus dedos jugueteaban con los extremos del pelo. La pulsera identificatoria que llevaba en la muñeca tintineó con cada movimiento.
El Profe observó a la muchacha con esa mezcla de paciencia y ternura que solo lo lograban los que habían visto demasiado en la vida.
—Antonella Ruiz —respondió Luka con un suspiro—. Y este otro payaso es Matías Torres.
—¡Presentación incompleta! —interrumpió Mati inclinándose en una reverencia exagerada—.
Mati dio un paso adelante con una sonrisa desafiante, como si acabara de tener una idea brillante, y se inclinó ligeramente hacia El Profe, con exagerada solemnidad al estilo de un presentador de circo.
—Señoras y señores —comenzó, estirando las manos en un gesto de grandilocuencia—, me presento!!!... soy Matías Torres, también conocido como el "payaso".
Anto soltó una risita ahogada, mientras Luka escondía la sonrisa tras la mano.
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Editado: 22.12.2025