Entre nevadas

1

Ser Janet Pullman no era una tarea fácil. 

Desde la ventana del tren todo parecía normal. Imperturbable. El traca traca del sonido de las ruedas sobre los rieles la incitaban a meditar más de lo que deseaba. En cierto punto llegaba a ser una melodía hipnótica que la llevaba a filosofar sobre aspectos de la realidad que le había tocado vivir. Un pensamiento extraño la invadió al ver los árboles petrificados con abundante nieve sobre sus ramas que permanecían estoicos al paso del tiempo y de las estaciones, porque siempre habían estado ahí. No sabían ni podían dejar el lugar que ocupaban. De hecho hacía mucho que ocupaban ese mismo lugar, viendo transitar con aburrimiento el mismo tren una y otra vez. 

El cielo, azul con alguna que otra nube tormentosa era lo que cubría el lienzo terrenal y, aunque tal vez, cada día era distinto, continuaba en su sitio. Haciendo lo mismo. Sujetando el sol, la luna, las nubes y las estrellas. Algo tan magnánimo resultaba normal para los demás. Y resultaba triste y penoso de haber perdido la capacidad de sorprenderse por aquella magia de la vida. 

Janet lo entendía. Ella se sentía un poco como todos. Aburrida y cansada de lo mismo. Porque había entendido que la vida estaba repleta de elementos estables y duraderos, longevos... pero todo lo demás era una nota discordante de aquella permanencia divina. Los únicos que estaban ahí de paso eran los humanos. Su ciclo de vida era corto comparado al de los elementos que conformaban el escenario que les tocaba decorar. 

Por eso se encontraba en aquel tren que la llevaba rumbo a ninguna parte. Un sitio digno para una escritora que deseaba despejar su mente, con la esperanza de que nuevas ideas inundaram su conciencia. Había escapado de todos. De Jackson Clarke; su representante editorial, de la misma editorial, incluso de su madre. En la estación de trenes arrojó al basurero su teléfono, olvidándose por completo de él. Sabía que su familia jamás le perdonaría pasar las fiestas lejos y sin información de su paradero. Pero no podía aguantar más la monotonía de su vida. 

Janet Pullman había publicado doce libros a sus veinticinco años de edad. Al principio disfrutaba plasmar en papel los mundos que desde pequeña la atormentaban. Mundos en donde el romance siempre ganaba, uno que otro no tenía un final tan feliz para no ser tan cliché, pero de entre todas las autoras Janet era el ídolo número uno de todas sus lectoras. Había trabajado con importantes editoriales en Nueva York, las críticas eran sanas, estaban en el foco de New York Times todo el tiempo, nominada a un Pulitzer. Pero, a pesar de todo su éxito, comenzó a notar que algo le faltaba. 

Sí, definitivamente algo le faltaba. Tal vez un libro con una trama distinta o a lo mejor era el simple hecho de que había llegado la navidad (recordatorio de que ya terminaba otro año) y ella seguía soltera. Podría haber sido algunas de esas, pero la aventura que viviría en esa navidad no la habría pensado ni siquiera la mismísima Jane Austen. 

El año pasado para las fechas dicembrinas tenía un apuesto novio. Un escritor al igual que ella. Lo había conocido expoferia de libros al que había sido invitada. Los libros que él exponía no les parecía llamativos (no le gustaban), tal vez ese fue el primer indicio de que aquella relación no duraría más de un año. Y así fue. Una tonta pelea los llevó a separarse ocho meses despues. Ahora ya no la recibiría con un abrazo y le diría que fueran a cenar o caminarían por las aceras de la ciudad tomados por los meñiques como solían hacerlo. Ya no lo harían más porque él estaba muerto para ella y que, a pesar de que habían transcurrido casi cuatro meses dolía igual como el primer día y su corazón ya comenzaba a cicatrizar, lo cual había decidido que haría algo distinto ese año y emprender un viaje especial para despejar su tormentosa vida. 

Janet nunca había estado en Utah, de hecho era un destino muy desconocido para ella. A excepción de las veces que su madre lo había mencionado por sus recuerdos de niña en Provo. Donde solía pasar el invierno con sus padres, y donde ella ayudaba muy servilmente a la Iglesia de jesus de los santos de los últimos días. Y era allí, por lo arraigada que su madre siempre se había sentido a ese lugar, donde quería descansar. 

Era curioso que ni ella ni su hermana mayor eran creyentes. Ni siquiera eran mormonas, ya que no se habían bautizado. Pero su madre nunca las obligó a creer o a orar... Siempre les dijo que cuando crecieran, y si llegaba el momento, ellas decidirían a quién venerar y a quién invocar. 

Janet miró su propio reflejo en la ventana. Estaba triste y pensativa. Los iris achocolatados le devolvía una mirada acuosa y nostálgica enmarcada por la montura negra de sus lentes. En su libretita de apuntes para escribir su nueva novela ocupaba un par de hojas con una lluvia de ideas sobre lo que quería contar. Pero no estaba de humor para seguir indagando ni estimulando la glándula de su creatividad. Por eso se había detenido, para no pensar y disfrutar del maravilloso paisaje en tren que le regalaba aquellos parajes de Utah. Se consideraba muy buena describiendo y narrando. Su fuerte eran los diálogos y las tramas. Pero también podía hacer un esfuerzo y dejarse abrigar por la imagen cincelada y en movimiento que sus ojos intentaban fotografiar. 
Suspiró y volvió a enfocarse en su reflejo. Llevaba el pelo suelto y hacía poco que se había hecho mechas más claras, que contrastaban con su negro natural, para suavizar sus rasgos, que de por sí eran gatunos. Tenía la piel un
tono más clara que la de su hermana, unos labios ni muy grandes ni muy pequeños, pero cuando sonreía, según decían los que la querían, se iluminaba el mundo, y las preocupaciones desaparecían por la concavidad de los hoyuelos que se dibujaban en sus mejillas. 

El rechinido del semicuero del asiento la hizo salir de sus cavilaciones y observó a un muchacho de unos veintitantos, con el cabello oscuro. Tenía facciones coreanas aunque no tantas como para confundirlo con un BTS. Llevaba un sobretodo puesto que le cubria hasta los muslos y consigo llevaba una laptop medio abierta. Parecía que huía de alguien. 

—¿Te importa si me siento aquí? —pregunto un tanto penoso. Janet asintió jubto con una sonrisa amable, aunque sabía que el chico había perturbado sus pensamientos y ahora no tendría la misma libertad de hablar consigo misma como solía hacer cuando estaba a solas. 

Janet lo miró una última vez y se sintió excluida. El tipo ya no estaba allí con ella. Es decir, su cuerpo lo estaba, pero su mente navegaba por el ciberespacio a través de su portátil. El chico se veía relajado, tal vez era un agente de marketing digetal o uno de esos youtubers, o simplemente un aterrador y siniestro Haker y ella no lo sabía. Aunque ese fuera el caso igual se sentía deprimida y miserable. Siendo escritora era la que menos una vida emocionante llevaba, tal vez el chico estaba escapando de las autoridades y aun así eso resultaba emocionante. Janet siempre pensó en ella misma con las típicas ínfulas de cualquier escritor. Ser la nueva J.K Rowling, o un nuevo Stephen King o Ken Follet, o una renovada Agatha Christie o, incluso, para ser más atrevidos, la reencarnación de
Michael Ende… No importaba el género, porque podía escribir lo que le diera la gana, tal era su talento. Pero siempre había sido obligada a escribir tramas que no le emocionaban tanto como otras. 

Y esa era una de las cosas que su madre siempre le echó en cara. ¿De qué servía tener un don como el de ella si no lo usaba con libertad? Y tenía mucha razón. Ese viaje debía plantar en ella una semilla para escribir con su nombre sus propias historias. Quería que fuera su empujón definitivo. —Diez letras —dijo el chico a su lado en voz baja mirando la pantalla de su móvil—. «Hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta». 

Janet no quería que se diera cuenta de que lo había escuchado, así que se limitó a seguir mirando el paisaje que comenzaba a volverse monótono y aburrido. A través del vidrio logro divisar la expresión pensativa del muchacho, y por un escaso segundo ella sonrió. Así que el tipo no era un Haker, sino otra alma aburrida que pasaba su tiempo con un juego. Nunca había visto a un hombre devanarse los sesos por un crucigrama. 

—¿Casualidad? 
Janet negó con la cabeza casi como un acto reflejo. Se quedó estática por un segundo por temor de que el muchacho se hubiera dado cuenta. 

—Qué asco doy —murmuró con tono de humor—. Por eso no me gusta jugar estos juegos —señaló con el dedo la
pantalla de su ordenador—. «Sembrar un terreno». 

—Y no es sembrar —se aclaró casi enseguida, como si anticipara lo que su cerebro le diría si fuera una persona a su lado. 

—Sementar —contestó Janet mirando el paisaje muy entretenida. 

El hombre miró a la chica a su lado, sonrió, recontó las letras  las escribió con su teclado y apretó el puño. 

—Sí. Qué buena soy. 
Janet se echó a reír y negó con la cabeza y el muchacho puso los ojos en blanco de una manera carismática y juguetona. 

—No lo has adivinado tú. He sido yo. 

—¿Quién lo ha escrito? ¿Yo verdad? Pues eso —le explicó como una niño pequeño—. Ahora, ya que estás, dime la otra palabra de diez letras por favor. La curiosidad me carcome. 

—Un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta es una... serendipia. Y es una de mis palabras favoritas. —Janet se pasó los dedos por la parte superior de la melena y se quitó las gafas de ver. —Es bonito pensar que vas por una cosa y te traes otra —murmuró el chico ahora también mirando por la ventana. Su mirada era soladora, como si hubiera algo oculto en sus palabras. Algo que Janet no descifraba aún. 

Él observó a Janet y entornó los ojos. La típica expresión de haber descubierto algo. 

—Vamos chica —la animó él acudiendo de nuevo al juego—. Con diez letras. Manifestación de una verdad secreta u oculta. él lo pensó por unos segundos. Ya tenía la respuesta, en su mente flotaba la palabra "Revelación", pero quería que ella lo dijera así que dijo: 
—¿Descubrimiento? —dijo el chico con fingida cautela. 
Janet negó con la cabeza y una sonrisa en sus labios. Y a lo mejor era una de esas de las que ilumina el mundo, ya que el muchacho miró enbelesado el rostro de ella. 

—Cuando se devela una verdad secreta u oculta es una revelación —fue el turno de que ella entornara los ojos—. Ya lo sabías. 

—¡Claro que no! Eres jodidamente buena —espetó sorprendido. Extendió su mano y con un saludo dramático se presentó —mi nombre es Bradley, Bradley Harrison tercero, soy profesor de matemáticas. 

—Mucho gusto, Janet Pullman segunda, soy escritora. 

—Eso lo confirma todo. Pero te ves muy joven para ser escritora. 

—Y tú te ves muy joven para ser profesor de matemáticas. 

—Touché —dijo Bradley con una sonrisa de lado —¿y a qué género literario te dedicas? 

—No tengo un género literario definido —pensó por un momento y luego arregló un poco la contestación —en realidad eligen las tramas y los géneros por mí. 

Janet sonrió de oreja a oreja y se encogió de hombros. Esperaba que eso cambiase más pronto que tarde. Y deseaba que ese viaje la ayudase a liberarse y a escribir y contar las historias que realmente anhelaba contar. 

—De seguro has viajado mucho. 

—No tanto. No había salido de Nueva York hasta ahora. 

—Así que es la primera vez que sales de la gran manzana. Aunque pensándolo mejor, dicen que el que lee viaja a todas partes. 

—Supongo —se encogió de hombros. 

—Descuida. Se avecina una gran aventura en este viaje. 

Eso era lo que Janet más deseaba. Claro que, entablar una conversación tan amistosa con un completo desconocido y descubrir que se sentía cómoda, ya era un buen inicio para una aventura. ¿Qué más le faltaba?




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