Entre nevadas

3

Después de haberse asesorado bien en el pueblo, llegó a su deseada meta que la esperaba con el aspecto de una cabaña próspera con techo de roble al igual que sus paredes, de una sola planta y un intento de ático, pórtico estilo georgiano, o al menos eso intentaron al construirla y seguramente en el interior cubiertas de madera. Estaba orientada hacia el este y el techo era tan alto que los aleros tocaban las primeras ramas de un pino cercano. No podía dudar que, a pesar de todo, parecía muy acogedora. 

Cuando le mostró la foto de la cabaña Snow a los propietarios de una tienda de abarrotes —gente muy amable—, se impresionaron de que una chica como ella se fuese a quedar sola en esa vieja cabaña en navidad. Sin embargo, no se equivocaban cuando dijeron que era la cabaña más lejana del pueblo. Justo saliendo del pueblo, kilómetro y medio colina arriba, y solo se podía subir en todoterrenos o motos de nieve. Claro que Janet pagó por que la subieran en una todoterreno. No esperaba arruinar su cabello o caerse de una moto de nieve y romperse el cuello. 

Salió de la camioneta, observándolo todo. Todo estaba en silencio. A su alrededor no se vislumbraba más que montañas blancas, suelo de gravilla que tambien estaba blanco, los pinos estaban blancos incluso la casa. Soledad era la palabra discreta, vacío era la palabra real que escribía el sitio. Parecía tierra de nadie. 

Rocky, el conductor, apagó el motor del vehículo. Ambos tomaron las enormes maletas que le pertenecían a Janet, miraron hacia todas las direcciones. 

—Haga fuego en la chimenea no más entre señorita, se avecina una gran tormenta —dijo Rocky al notar tanta tranquilidad—. Así es por aquí. Cuando el viento no sopla con tanta fuerza, quiere decir que está descansando para desatarse más tarde. 

—¿Cuántos años tiene que se mudó al pueblo? —preguntó Janet mientras ambos caminaban hacia el pórtico con dificultad, ya que sus pies se enterraban unos cuantos centímetros. 

—hace treinta años —respondió con una mirada soñadora—. La misma edad que mi hija Sonya. 

—¿Y dónde está ella ahora? 

—Se fue a Seattle. Ella siempre decía que la vida de pueblo no era para ella. 

—¿Tiene esposa? 

—Ella murió cuando mi hija tenía quince años —dijo en forma casual, tratando de ocultar la tristeza que lo invadía al recordarla —el cáncer no tiene contemplaciones con nadie. 

—¡Lo lamento! Nunca paro de hablar —se reprendió Janet. Sus padres siempre decían que cuando era pequeña no le daba miedo entablar conversaciones con extraños. Que se había equivocado de carrera y en vez de haber ido a la facultad de literatura, debió haber asistido a la academia de policías por su innato don a investigar a una persona. 

—Tonterias —replicó —no te preocupes —colocó la maleta sobre el piso del pórtico y le sonrió antes de decirle—: bienvenida. Mi número de teléfono y la dirección del correo de la oficina en el pueblo, están en la mesa. Si necesita algo no dude en llamar y yo vendré en seguida. 

—Gracias Rocky —le dio una de sus típicas sonrisas, mientras el hombre la dejaba por fin sola en aquella desolada y tranquila cabaña. 

Janet dejó las maletas sobre la madera desgastada que conformaba el piso del pórtico, y se aventuró a explorar la parte trasera de la casa por un pasillo que la rodeaba al más puro estilo americano. En el trayecto se cruzó con una enorme caja de metal, el generador eléctrico, del que tanto le había hablado el dueño de la cabaña cuando Janet la alquiló. Según le había instruido, solo debía colocarle gasolina, encender el motor y toda la casa tendría electricidad. El propietario le había contado que la cabaña hacía tiempo no se habitaba, pero que el señor Albert alias Rocky, la limpiaría para ella. Pero ninguno de aquellos calificativos se formaron en su mente cuando vio ese lugar que a pesar de los desgastes que el tiempo le había dejado, tenía un aire cómodo y placentero. Ese brillo que emanaba de las ventanas escarchadas con esa luz ahumada que reinaba en esas primeras horas de la tarde. 

El viento comenzaba a azotar el cabello de Janet de un lado al otro, abofeteando sus mejillas con las finas hebras. El cielo se temía de un azul oscuro casi nocturno, entonces recordó que el viejo Rocky le había advertido sobre alguna tormenta. Así que con premura regresó al pórtico, tomo sus maletas y sin mucho miramiento abrió la puerta de su casa por los próximos cuatro días. Entró y dejó sus maletas. Se dio la oportunidad de observar el interior con ojos expiatorios. El salón era acogedor con un sofá verde pequeño, había una vieja televisión con antenas y una mesa de café con una lampara encima. Luego le seguía la cocina con estufa empotrado y un horno. El refrigerador era pequeño y la encimera estaba hecha de pura madera oscura. Era realmente hermosa y acogedora. Caminó por un pasillo que la condujo a dos puertas; una era la del baño que estaba increíblemente limpia. El dormitorio no era muy grande pero era perfecto. Contaba con un closet de madera, una cama ya tendida con dos mesitas de noche —también de madera— a ambos lados. 

Se sentía privilegiada por estar justo en ese lugar. Se arrojó en la cama emitiendo un suspiro de satisfacción. Relajó su espalda en el cómodo colchón y acarició con sus manos las suaves sábanas que lo cubrían. Se sintió en paz, después de tantos años. No se sentía así despues de aquél accidente, el trabajo se suponía que sería una distracción, pero también se había convertido en un obstáculo. Janet cerró los ojos y respiró pasivamente, serenando su cuerpo mientras oía la brisa de la venidera tormenta golpeando contra los cristales de la ventana. 

 



Los pasos se le hicieron eternos ante la invasión corporal de un acusado sentimiento de derrota por la paliza del viaje. Al otro lado del pasillo la esperaba un espacioso cuarto de baño que agradecía sobremanera. Abrió el grifo de agua caliente para que se fuera calentando el ambiente mientras se desvestía. Dejó la puerta entreabierta con una pequeña línea de abertura. Nunca le gustó el vaho. Ya en la bañera se dejó llevar por el reconfortante chorro purificador que la sumergía cada vez más en un oasis relajante. 

Cerró los ojos. Imaginó cómo podía ser el final de la novela romántica en la que estaba enfrascada por iniciar. Tendría cuatro días, incluyendo nochebuena para hacerlo. Su editor la había retado ha hacerlo después de tantos meses de insistencia por parte de Janet. Las ventas de su primera novela, a pesar de haber sido una novata entre el mundo editorial, habían sido espectaculares. Pero ahora todo era distinto. Le estaban dando la oportunidad de ser libre de escribir lo que quisiera. Debía confirmar su valía refrendando su potencial con aquél libro que no tenía ni trama ni ideas ni estructura ni mucho menos título. Pero estaba obligada a no bajar la guardia. Eso se traducía en una gran presión pero estaba convencida de poder conseguirlo. 

Tun, tun, tun... sonaron los primeros golpes en la puerta. Golpes que sacaron a Janet de sus pensamientos. Lo pensó por un momento, pero el cansancio y la pereza la obligaron a quedarse en su sitio. Además, allí afuera ya a esas horas se había formado una tempestad de brisa y nieve perpetua. Cerró los ojos otra vez y buscó una vez más relajarse. 

Tun, tun, tun... se volvió a escuchar, esta vez con más fuerza. Janet quería creer que la brisa era producto de esos golpes en la puerta, pero cuando un tercer conjunto de golpes volvieron a resonar, se admitió a sí misma que podría ser alguien llamando a la puerta. Rapidamente salió de la bañera, se colocó su bata de baño junto con sus pantuflas y se aventuró a salir por el pasillo hacia la sala de estar. 

«¿Y si es un asesino?» dijo una voz en su interior «puede que sea el asesino de las montañas nevadas de utah». Pero luego se reprendió por tal idea. No existía ningun asesino de las montañas nevadas de utah... o al menos no que ella supiera. Pero tenía que aceptar que, a menos que el ser vivo que estuviera del otro lado de la puerta fuera un oso polar o un lobo —cosa que era imposible—, estaba completamente loco al estar ahí afuera con ese invierno. 

Tomó con fuerza el amarre de su bata, como si estuviera ajustando su armadura, y con dedos temblorosos tomó el pomo de la puerta. La giró lentamente y abrió la puerta. Una figura oscura que resaltaba con la poca luz que le quedaba al cielo,  se reveló ante ella. Era una figura alta y curpulenta, le faltaba la máscara de Joki para parecerse a Jason. Una mano derecha y nerviosa tanteo la pared en busca del interruptor del pórtico. Cuando lo encontró, las luces se encendieron y ante ella un rostro muy familiar se encontró.




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