Esta es la historia de Miryea Balcázar y Daled Morales, la cual no comenzó con un beso robado, ni como muchos piensan, que fue como una novela juvenil de ensueño. Todo empezó cuando ingresó el chico nuevo al colegio Daled, y con el pasar de los días y el compartir, los sentimientos se fueron dando de una manera muy sutil y profunda: con una amistad que se fortaleció entre los muros del colegio, donde fue el cómplice del inicio de una gran pareja, entre libretas rayadas, tareas compartidas y carcajadas que resonaban en los pasillos como promesa de algo más. Tenían apenas dieciséis años cuando sus caminos se cruzaron por primera vez, en medio de una tarde cualquiera, con la inocencia de quienes aún no entienden que hay encuentros que marcan la vida para siempre.
Él la miró con curiosidad, queriendo descubrir el misterio hermoso y llamativo que ante los ojos del chico se iluminaba, y ella le sonrió como reconociéndose con el alma que, sin hablar, ya le resulta familiar. No fue un flechazo, pero sí una gran conexión inevitable. Sin darse cuenta, empezaron a caminar juntos, recorriendo paso a paso, día a día, volviéndolos en años, los cuales fueron los más intensos de la juventud y el crecimiento de cada uno, compartiendo vivencias, confidencias al borde de las canchas, secretos entre apuntes mal escritos y silencios cómplices en medio de clases interminables de cada día.
El amor no tardó en llegar a dos jóvenes, con una timidez por explorar los sentimientos nuevos para ellos, valientes y lleno de todas esas primeras veces que se quedan tatuadas en la piel: la primera cita bajo la lluvia, el primer "te quiero" susurrado con nervios, el primer miedo a perderse, incluso cuando ni siquiera sabían bien qué significaba estar juntos. Los dos aprendieron a soñar sin límites, dibujando futuros ideales en servilletas de cafetería, prometiendoles el uno al otro que no habría obstáculo que no pudieran enfrentar. Eran adolescentes, sí, pero también arquitectos ingenuos de una vida que querían construir a pulso, con la certeza de que el amor —su amor— sería suficiente.
Miryea era la chica que todos admiraban. Con su melena larga y negra como la noche, con rizos que brillaban con el sol de las mañanas y una sonrisa que iluminaba hasta el día más gris, era imposible no quererla. Tenía ese tipo de carisma natural que no se aprende, una mezcla perfecta entre seguridad y dulzura que la volvía inolvidable. Popular sin proponérselo, inteligente y encantadora, parecía tener el mundo a sus pies.
Daled, por su parte, tenía una presencia que no pasaba desapercibida, de estatura alta, con una mirada que escondía más preguntas que respuestas y un humor muy particular que rompía el hielo incluso en los momentos más tensos. Era el tipo de chico que parecía siempre estar en el lugar correcto, con la palabra justa, el amigo fiel y el compañero que todos deseaban tener cerca.
Compartir los cambios de la adolescencia fue como estar en una obra y vivir sus etapas como en un escenario, pero también su refugio. Vivieron lo cotidiano con la dulzura de quien lo descubre todo por primera vez. El grupo de amigos que los acompañaba fue testigo silencioso de aquel primer "te quiero", de ese beso nervioso en el patio del colegio que terminó por sellar lo que ya se sentía inevitable. También presenciaron las discusiones, los silencios incómodos y esas peleas que, lejos de debilitarlos, terminaron por afianzar lo que eran. Porque en el fondo, ambos sabían que amar no era solo coincidir en los sueños, sino también sostenerse en medio del caos.
Fueron el uno para el otro en los años más vulnerables y formativos. Aprendieron a amar mientras crecían, a escucharse, a elegir al otro incluso en medio de las inseguridades propias de la edad. Su amor fue ese tipo de vínculo que parecía inquebrantable, de los que nacen una vez en la vida, de los que se construyen a fuerza de entrega, complicidad y promesas dichas con el corazón en la mano. Creían que nada —ni el tiempo, ni la distancia, ni los cambios— sería capaz de deshacer lo que con tanto cuidado habían cultivado.
Pero la vida, como el amor, también guarda sus propias lecciones.
hasta que llegó el momento que no esperaban; el final del colegio llegó como una ráfaga de viento que desordena lo conocido. Las rutinas compartidas dieron paso a tener que tomar decisiones individuales, y la vida —con su manera inevitable de marcar caminos— los llevó a tomar decisiones donde transitar sendas distintas. simplemente un giro natural. Ambos decidieron seguir sus sueños, creyendo que el amor que los unía bastaría para resistir cualquier cambio.
Miryea, con su mente aguda y su fascinación por el orden detrás del caos, se dejó seducir por el lenguaje exacto de los números. Se inscribió en la universidad con la firme intención de convertirse en profesional en Finanzas, y lo logró con la misma pasión con la que lo amaba. Sus días pronto se llenaron de fórmulas, análisis, cálculos financieros y casos prácticos. Pero detrás de esa mente brillante, había también un corazón que todavía latía con fuerza por Daled.
Él, en cambio, siguió su instinto natural por liderar, por crear estructuras donde otros solo veían ideas dispersas. La Administración fue su elección, casi como una extensión de su personalidad: siempre resolutivo, siempre buscando el siguiente paso. Su carrera lo absorbió con igual intensidad, y pronto sus días estuvieron llenos de proyectos, reuniones y retos que ponían a prueba su temple.
Aunque la distancia entre sus casas apenas era de unos kilómetros, las vidas que empezaron a construir parecían estar en horarios diferentes. Los horarios no coincidían, los mensajes se responden con más demora, las llamadas eran más breves, y los silencios más largos. Al principio, esas diferencias eran como una llovizna tenue, casi imperceptible. Pero con el tiempo, se fueron acumulando en los rincones, como polvo que nadie quiere mirar demasiado.