La universidad no solo les cambió los horarios, también les transformó la vida. De repente, ya no bastaba con un mensaje para verse y compartir esos espacios que eran importantes para ellos. Ahora, sus mundos giran a velocidades distintas.
Miryea se perdía entre fórmulas, balances interminables y silencios densos en una biblioteca que se volvió su segunda casa. Los números se volvieron el lenguaje cotidiano, y los sueños empezaron a cambiar, lo financiero empezó a ocupar el lugar en su tiempo sin prisa.
Daled, en cambio, empezó vivir en movimiento constante donde tenía presentaciones de proyectos, jornadas con equipos de trabajo, prácticas en las empresas que prometían un futuro brillante para desempeñarse, pero que también sin dar cuenta le robaban el presente.
Las coincidencias se volvieron excepciones. Aquel tiempo fácil y compartido empezó a diluirse sin que pudieran detenerlo. Y lo que antes era natural —verse, hablar, reír sin mirar el reloj— empezó a sentirse como un lujo que la rutina les arrebataba poco a poco.
Aun cuando los días pasaban, no parecían dar tregua, como pareja comprenden que el amor no solo se vive de presencia, también de intención. Aprendieron a resistir los cambios apoyándose, y cuidando lo que los unía desde los detalles más sencillos para no olvidar lo que son.
Siempre buscaban diferentes formas para comunicarse, como una videollamada con los ojos cansados, justo antes de dormir, donde bastaba oír la voz del otro para cerrar el día con la tranquilidad y el apoyo mutuo, un almuerzo improvisado entre clases, con comida fría pero miradas cálidas. O una visita inesperada, de esas que irrumpen en medio de una semana caótica y lo transforman todo, confirmando que seguían unidos.
No se trataba de compartir gestos grandiosos, sino de actos pequeños que hablaban en silencio: “sigo aquí, sigues tú, todavía somos nosotros”.
En esos respiros robados al tiempo, se recuerda el amor que se tienen, cuando se cuida, encuentra su lugar incluso entre las grietas de la rutina.
Aunque sus carreras demandaban tiempo, energía y sacrificios, no lograron separar sus caminos… al menos no aún. Más bien, los desafíos diarios los transformaron en los pilares del otro, en ese refugio silencioso donde podían respirar sin exigencias ni notas.
Daled no dejaba pasar por alto los triunfos de Miryea. Cada vez que ella aprobaba un examen complicado o entregaba un proyecto brillante, él encontraba la manera de celebrarlo: a veces con un ramo de flores frescas sobre su escritorio, otras con una nota escrita a mano escondida entre las páginas de sus libros. Era su forma de decirle: “te veo, y estoy orgulloso de ti”.
Miryea, por su parte, se volvía luz cada vez que él hablaba frente a un auditorio. Siempre en primera fila, con los ojos brillando de admiración, lo aplaudía con fuerza y ternura, como si en cada palmada quisiera recordarle que no caminaba solo, que su esfuerzo tenía un testigo que lo amaba sin medida.
No importaba cuán agotador fuera el día o cuánto les exigiera la vida universitaria; seguían encontrando razones para celebrarse, para sostenerse, para seguir creyendo que lo suyo podía resistir el tiempo.
la etapa distinta que estaban viviendo, era marcada por la madurez de cada uno, solo otorgada por los días vividos y las decisiones conscientes. Ya no se trataba de mariposas en el estómago ni de promesas lanzadas al viento: su amor había encontrado raíces más hondas, profundas y serenas. Había noches en que el cansancio los silenciaba y semanas en las que apenas coincidían, pero aun así, el anhelo de pertenecer al uno con el otro no se desdibuja. Sostenían la relación con esa fe que nace del compromiso real, creyendo —o tal vez necesitando creer— que si lograban mantenerse firmes en medio del torbellino de obligaciones, lo demás vendría como una recompensa inevitable. Porque cuando dos almas eligen encontrarse a pesar del agotamiento, eso ya no es solo amor: es voluntad.
Miryea y Daled se enfrentan día a día al desafío de construir una relación adulta sin sacrificar la dulzura de sus primeros gestos. En los pequeños actos —una mirada sostenida en silencio, un mensaje a mitad de jornada, una mano que se extiende sin ser llamada— descubren que el amor verdadero no es solo resistencia, es elección diaria. Y que cuando ambos deciden cuidar lo que han creado, no solo sobreviven al paso del tiempo: se vuelven más fuertes, más conscientes, más ellos.
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Con todo mi cariño,