Entre Nosotros, el Tiempo

Capítulo 3: Cuando la vida comienza a girar

La vida comenzaba, al fin, a sonreírle a Miryea con una calidez distinta, casi luminosa. Después de todo el tiempo que había dedicado con un esfuerzo invisible —noches enteras entre libros, jornadas maratónicas de café y ecuaciones, lágrimas escondidas en los pasillos de la facultad—, su nombre ya no era sólo una promesa. Era una presencia firme, reconocida.

Había sido seleccionada para ingresar a una de las firmas financieras más prestigiosas de la ciudad, un lugar donde las ideas no se apagaban tras una reunión, sino que se escuchaban, se valoraban. Allí, su mente analítica encontró estructura, su sentido estético tuvo lugar en las presentaciones, y su voz —antes discreta— comenzó a resonar entre colegas que la admiraban.

Aquella tarde, aún con el contrato en su bolso y el corazón tamborileando bajo la blusa, buscó a Daled. Lo encontró esperándola en su apartamento, ese espacio que habían compartido muchos momentos, discusiones y amarse sin pausa.

—¿Entonces? —preguntó él, apenas verla, con los ojos brillantes de expectativa.
Ella no respondió de inmediato. Se acercó despacio, le tomó la mano con firmeza y deslizó el sobre sellado en su palma.

—Lo logré, Daled —susurró—. Ya no es un sueño. Es real.

Él bajó la vista, leyó el nombre de la firma impreso en dorado, y luego alzó la mirada con una sonrisa que mezclaba orgullo y ternura.

—Sabía que el mundo tarde o temprano iba a notarlo —dijo, y la abrazó como si todo su futuro cupiera en ese gesto.

Allí, entre los ruidos de una ciudad que no se detenía, Miryea entendió que no estaba sola en su triunfo. Que el amor, cuando acompaña desde el silencio y la fe, también construye victorias.

Con los días todo fue cambiando con una sutileza casi cruel. Las mañanas ya no traían el murmullo cómplice entre sábanas ni el dulce desorden de un desayuno improvisado; ahora comenzaban con el sonido persistente de una alarma, café servido a medias y un portátil encendido antes de que el sol se alzara por completo. Las llamadas con Daled, que solían extenderse entre risas y silencios cómodos, se fueron acortando, reducidas a mensajes de voz apresurados o videollamadas interrumpidas por notificaciones.

Los fines de semana, antes territorio sagrado de películas abrazados y caminatas sin rumbo, se transformaron en agendas llenas: congresos, capacitaciones, reuniones con mentores o entregas que no daban espera.

Una noche cualquiera, tras una jornada agotadora, Miryea se recostó sobre el sofá sin siquiera quitarse los tacones. Apenas sintió el teléfono vibrar en su bolso. Era Daled. Dudó unos segundos antes de contestar.

—Hola, amor… —dijo, con la voz más cansada que quería admitir.

—¿Estás bien? —preguntó él con suavidad—. Son casi las diez y aún no sabía nada de ti.

—Perdóname… hoy fue una locura. Presentamos el informe mensual y justo después tuvimos una cena con los socios. Ni siquiera comí bien —intentó reír, pero se escuchaba hueca.

Del otro lado, Daled suspiró.

—Te extraño, Miry. Y no lo digo para que te sientas culpable. Solo… te extraño. Hasta el silencio contigo lo extraño.

Ella cerró los ojos con fuerza, tragando la culpa que la punzaba en el pecho.

—Yo también, Daled. A veces tengo tantas cosas que decirte, pero cuando llega el momento, me siento tan agotada.

Hubo una pausa larga, donde sólo se escuchaba el leve zumbido del auricular.

—¿Y si buscamos la forma de no perdernos? —preguntó él finalmente—. Aunque el tiempo sea poco, aunque todo grite que no se puede… ¿y si lo intentamos igual?

Miryea sonrió, con lágrimas silenciosas resbalándole por las mejillas.

—Siempre quise quedarme contigo. Sólo que la vida... también está corriendo muy rápido.

—Entonces corramos juntos, aunque a ratos nos falte el aliento.

Y en esa noche llena de ausencias, se prometieron —una vez más— no rendirse tan fácilmente.

Aun así, Miryea no se alejaba por elección, sino por inercia. La vida la empujaba con una velocidad feroz, sin preguntar si estaba lista. Había días en los que sentía que flotaba en medio de una agenda desbordada, de juntas eternas, de decisiones que no daban tregua. Y aunque se repetía que todo valía la pena, que tanto esfuerzo por fin daba frutos, había un rincón de su alma que dolía, silencioso.
Era una mezcla inquietante: orgullo por lo que estaba construyendo con sus propias manos, y miedo por lo que podía estar dejando atrás… por él.
Su mente estaba llena. Su tiempo, contado. Pero su corazón seguía atado a Daled como la raíz a la tierra, firme aunque no se viera.

Una tarde, tras cancelar por tercera vez una cita con él, decidió llamarlo mientras miraba desde la ventana de su oficina cómo el sol se apagaba sobre la ciudad.

—Hola... —dijo con voz queda cuando escuchó su "¿aló?" al otro lado—. Sé que estás molesto. Solo quiero... hablar un minuto, si me dejas.

—No estoy molesto, Miry —respondió él, sin rencor, pero con una calma que dolía—. Estoy aprendiendo a no esperar tanto de ti.

Ella cerró los ojos, sintiendo cómo cada palabra se le clavaba en el pecho.

—No es que no quiera estar... Es que no sé cómo sostener todo sin fallarle a algo... o a alguien —susurró.

Daled guardó silencio unos segundos. Luego, con voz suave, le dijo:

—No quiero ser otra cosa en tu lista. No quiero que me recuerdes cuando te sobre tiempo. Quiero ser parte de tu vida, no un hueco que tratas de llenar con culpa.

—Lo sé… y me duele. Te juro que me duele —respondió ella, con un nudo en la garganta—. Pero aunque parezca que me alejo… sigo pensando en ti cada vez que logro algo. Sigo queriéndote en los espacios donde ya casi no entro ni yo.

—Entonces no me sueltes —le dijo él, sin pedir promesas ni futuros perfectos—. Solo no me sueltes.




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