Volver del viaje fue como salir de una burbuja tibia y sumergirse, de golpe, en un océano helado. El auto avanzaba por la autopista mientras el paisaje urbano iba devorando lentamente los últimos rastros del silencio y la paz que habían encontrado entre las montañas. Las maletas seguían en el baúl, intactas, como si al no deshacerlas pudieran aferrarse un poco más al recuerdo de los días tranquilos, de los amaneceres sin prisa y las noches sin pantallas.
En el apartamento, el zumbido del refrigerador y la luz blanca del techo fueron los primeros en romper el hechizo. Miryea dejó las llaves sobre la mesa con un suspiro suave, mientras Daled se quitaba la chaqueta y la colgaba con movimientos lentos, casi ceremoniales.
—¿Sientes eso? —preguntó ella, sin mirarlo, observando la ciudad desde la ventana.
—¿El qué?
—El cambio. Es como si todo allá fuera otro universo... Y aquí, aquí todo vuelve a correr —respondió, tocándose el pecho con una mano abierta, como si tratara de calmar el ritmo acelerado que ya comenzaba a instalarse de nuevo en su interior.
Daled se acercó despacio, rodeándola por detrás con los brazos. Apoyó el mentón en su hombro y cerró los ojos.
—Lo sentí en cuanto cruzamos la entrada de la ciudad. Como si alguien volviera a presionar el botón de “pausa desactivada”. —Hizo una pausa, respirando el aroma tenue a pino que aún quedaba en su cabello—. Pero ¿sabes qué? Tal vez no se trata de huir del ritmo... sino de aprender a detenernos, incluso aquí.
Ella giró para mirarlo. Sus ojos estaban cansados, sí, pero también había en ellos algo nuevo. Como si el viaje no solo les hubiera devuelto el amor, sino también una lección.
—¿Tú crees que podamos hacerlo? —le preguntó ella, sin dramatismos, solo con la vulnerabilidad desnuda de quien no quiere perder lo que ama.
—No lo sé —admitió él, tomándole la mano—. Pero sí sé que quiero intentarlo contigo. Aunque todo se mueva rápido, aunque a veces apenas tengamos cinco minutos... Quiero que esos cinco minutos sean nuestros.
Ella sonrió, con esa mezcla de ternura y temor que brota cuando el corazón sabe lo frágil que puede ser el equilibrio. Lo abrazó fuerte, cerrando los ojos.
—Entonces, empecemos por deshacer las maletas juntos —susurró—. Y después… tal vez podamos cocinar algo. Sin celular. Sin reloj. Solo tú y yo.
—Solo tú y yo —repitió él, como una promesa que no necesitaba testigos.
Afuera, el ruido del tráfico y las bocinas empezaba a apoderarse de la ciudad. Pero en ese pequeño rincón del mundo, dos almas intentaban recordar que no se trataba solo de vivir... sino de no olvidarse de amar, incluso entre la prisa.
El tiempo compartido los había unido como pocas veces antes. El viaje les dejó risas que todavía resonaban en la memoria y promesas dichas entre susurros. Sin embargo, al volver, también les reveló una verdad incómoda: para reencontrarse, habían tenido que huir. Y ahora, en medio de la rutina, ese contraste golpeaba con fuerza.
Miryea regresó a su oficina con un brillo renovado, pero también con una agenda más apretada que nunca. Nuevos retos la esperaban: reuniones estratégicas, presentaciones de alto nivel, propuestas de proyectos que podían marcar un antes y un después en su carrera. Cada minuto era contado, cada decisión, un eslabón más en la cadena de su crecimiento profesional.
Daled tampoco se quedaba atrás. En su empresa, el área estratégica lo reclamaba cada vez más. Empezó a liderar equipos, a manejar información confidencial, a tomar decisiones de peso. No siempre podía contarle a Miryea todo lo que pasaba en su jornada, y no porque no quisiera, sino porque, sencillamente, había cosas que no se podían compartir.
Aquella noche, se encontraron en la cocina, como dos viajeros que vuelven a coincidir en una estación intermedia. Miryea se servía un café tardío mientras Daled dejaba su maletín sobre la mesa.
—Hoy apenas te vi en todo el día —comentó ella, intentando sonar ligera, pero sin ocultar del todo la punzada de ausencia.
—Yo también lo sentí —respondió él, frotándose el cuello—. La reunión con el comité se alargó más de lo esperado.
—¿Y cómo salió? —preguntó, dándole un sorbo al café.
Daled sonrió, pero su respuesta fue medida.
—Bien… lo suficiente como para saber que se vienen semanas complicadas.
Ella lo observó en silencio, notando el peso en su mirada.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo finalmente—. Que siento que volvimos de ese viaje más juntos… pero ahora es como si el mundo estuviera empeñado en separarnos otra vez.
Él se acercó, apoyando una mano sobre la suya.
—No quiero que lo sientas así, Miry. El viaje me recordó por qué te elijo todos los días. Solo… a veces no sé cómo frenar todo esto.
—Tal vez no se trata de frenar —murmuró ella, apretando sus dedos—. Tal vez se trata de aprender a encontrarnos, incluso aquí… en medio del caos.
Daled asintió, como quien guarda una promesa silenciosa. Afuera, la ciudad seguía su carrera frenética. Dentro, dos personas intentaban descifrar cómo no perderse de vista mientras corrían en direcciones distintas.