Apenas unas semanas después de aquel viaje que les devolvió el alma al cuerpo, la vida volvió a imponer su propio pulso. Una llamada bastó para mover las piezas del tablero: Miryea había sido elegida para liderar uno de los proyectos de expansión más ambiciosos de la empresa. No se trataba de una tarea más, sino de la apertura de nuevas agencias en distintas ciudades del país. Ella sería el rostro, la voz y la mente detrás de cada detalle.
La emoción la embargó al colgar, aunque de inmediato, una punzada se alojó en su pecho. La noticia significaba reconocimiento, sí, un ascenso soñado… pero también significaba kilómetros, aeropuertos, noches de hotel y ausencia.
Cuando se lo contó a Daled, en la sala de su apartamento, la sonrisa en su rostro fue tan sincera como temblorosa. Él se quedó unos segundos en silencio, como si tratara de procesar la magnitud de lo que acababa de escuchar.
—Entonces… ¿eres la nueva directora del proyecto? —preguntó finalmente, con un tono en el que el orgullo y la incertidumbre se mezclaban.
—Sí —respondió ella, con los ojos brillantes—. Es todo lo que he esperado… todo lo que he trabajado durante años.
Daled asintió, inclinándose hacia atrás en el sofá.
—Claro que sí. Te lo mereces más que nadie. —Intentó sonreír, pero el gesto no terminó de completarse.
Miryea lo miró, como quien intenta descifrar un pensamiento escondido.
—Pero… sé que esto no será fácil.
Él pasó una mano por su cabello, respirando hondo.
—No, no lo será. —Hizo una pausa, luego bajó la mirada—. Estaba empezando a acostumbrarme a tenerte aquí, aunque fueran unas horas después de tus reuniones… y ahora vas a estar en otra ciudad, en otra rutina, con otro ritmo.
—No quiero que lo veas así —respondió ella con suavidad, tomando su mano—. No es dejarte atrás, Daled. Es… crecer, avanzar. Pero también me da miedo.
Él la miró entonces, directo a los ojos, con una mezcla de ternura y desasosiego.
—¿Miedo de qué?
—De que la distancia nos gane —dijo ella, bajando la voz—. De que esto, lo que tenemos, no soporte el peso de los aviones y las horas sin vernos.
Daled la atrajo hacia su pecho, abrazándola con fuerza.
—Escúchame —susurró—: no sé cómo vamos a hacerlo, pero quiero que lo intentemos. No quiero que tu sueño se convierta en mi miedo. Y no quiero que mi miedo termine apagando tu sueño.
Ella cerró los ojos, dejándose envolver en sus palabras, aunque la punzada en su pecho no desapareció del todo. Porque el amor estaba ahí, intacto… pero también la sombra de lo que vendría.
—¿Estás feliz? —preguntó Daled con voz serena, aunque sus ojos revelaban un temblor que intentaba disimular.
—Sí… mucho —respondió Miryea, con una sonrisa que no terminaba de ser plena—. Pero tengo miedo. Esto cambia muchas cosas.
Él guardó silencio unos segundos, como si buscara en el fondo de sí mismo las palabras correctas. Finalmente, se inclinó un poco hacia ella y, con una sonrisa leve, añadió:
—Tú naciste para esto. Estás brillando, y no pienso ser quien apague eso.
Miryea quiso llorar. No solo por las palabras, sino por la ternura en su voz, por la forma en que la miraba, como si en ese instante la sostuviera con todo su amor. Lloró por lo hermoso del momento, pero también porque una parte de su alma ya sentía la grieta que estaba por abrirse.
Los días siguientes fueron vertiginosos. Empacó su vida en una maleta de ruedas, dejando en cada rincón del apartamento una huella de lo que había sido. La despedida fue un beso largo, profundo, con sabor a incertidumbre y a promesa no dicha.
Al principio, las llamadas eran un bálsamo.
—Llegué bien —decía ella, con la voz agitada por la emoción de lo nuevo.
—¿Y cómo va todo? —preguntaba él, intentando sonar ligero.
—La agencia va quedando hermosa, te encantaría verla… Y te extraño.
Pero pronto, las palabras empezaron a espaciarse. El ritmo frenético de vuelos, juntas y decisiones iba devorando el tiempo. Cuando por fin tenía un respiro, lo único que Miryea deseaba era cerrar los ojos y dormir.
Daled, mientras tanto, intentaba no mostrarlo, pero el vacío comenzaba a instalarse. Lo admiraba, sí. Sentía orgullo por ella, pero la echaba de menos en lo cotidiano: en la risa compartida al cocinar, en el roce de sus pies bajo la mesa, en las noches abrazados en el sofá. Ninguna videollamada podía reemplazar ese calor.
Una noche, mientras hablaban por la pantalla del celular, la señal se cortó de repente. La imagen de Miryea desapareció y Daled se quedó mirando su propio reflejo en el negro de la pantalla. El silencio que siguió fue tan pesado que le apretó el pecho. Por primera vez, tuvo la certeza de que la distancia no era solo física: estaba empezando a perderla, y no sabía cómo evitarlo.
En otro lugar, en una habitación de hotel iluminada por los rascacielos de una ciudad que aún no conocía del todo, Miryea cerró la computadora con un suspiro largo. Se dejó caer sobre la cama, sintiendo el cansancio en cada hueso. Tenía éxito, sí. Estaba viviendo lo que siempre había soñado. Pero en medio de todo ese logro, una pregunta la atravesó como un rayo: