Aislado por la distancia que lo separaba cada día más de Miryea, Daled comenzó a encontrar en Juliana, la chica de marketing, un refugio inesperado. Lo que en un inicio eran charlas amables durante un café de oficina, pronto se transformó en un espacio íntimo, casi secreto, donde él podía hablar sin reservas de sus miedos y frustraciones.
Una tarde lluviosa, en la cafetería del edificio, él jugueteaba con la taza entre las manos, incapaz de ordenar las ideas que lo perseguían. Juliana lo miró en silencio unos segundos antes de romperlo.
—¿Sabes? —dijo con una voz suave, casi cómplice—. Nunca te había visto tan cansado. Siempre tienes esa imagen de seguridad… pero hoy, no.
Daled soltó una risa breve, amarga. —Es que ni yo mismo sé cómo sostener todo. Me esfuerzo en mi trabajo, me esfuerzo en mi relación… pero siento que nada alcanza.
—¿Ella sabe lo que te pasa? —preguntó Juliana, apoyando el codo en la mesa y clavando en él unos ojos llenos de atención sincera.
Él dudó unos segundos antes de responder. —No… no quiero cargarla con esto. Está cumpliendo sus sueños, viajando, creciendo. Yo… no quiero ser la sombra que arruine ese brillo.
Juliana ladeó la cabeza, con una sonrisa tenue, sin juicio, solo comprensión. —No siempre se trata de arruinar… a veces solo se trata de compartir. Aunque sea la parte difícil.
La frase se quedó suspendida entre ellos, más fuerte que el ruido de la lluvia golpeando los ventanales. Daled la observó, y por un instante se permitió descansar en esa mirada que lo contenía sin exigirle nada.
No era amor, no era deseo. Era otra cosa: la sensación de volver a ser escuchado, de no sentirse invisible. Y esa complicidad, aunque inocente, empezó a llenarle vacíos que, poco a poco, habían dejado de encontrar consuelo en las llamadas lejanas con Miryea.
Juliana se convirtió, poco a poco, en ese rincón seguro al que Daled podía volver cuando todo lo demás parecía desbordarlo. Con ella, las conversaciones no se quedaban en lo superficial; eran largas, con silencios que no pesaban y preguntas que nacían de un interés genuino.
Una tarde, después de una reunión agotadora, se sentaron en la terraza de un pequeño café cercano a la oficina. El sol caía lento, tiñendo de naranja las paredes, y el aroma del café recién molido parecía acompañar la calma que tanto necesitaba.
—Hoy dirigiste la presentación como un líder de verdad —dijo Juliana, con una sonrisa franca, levantando su taza como si brindara por él—. ¿Sabes cuántas personas hubieran querido tener tu seguridad?
Daled bajó la mirada, casi incómodo. —Por dentro no estaba tan seguro… Me temblaban las manos. Sentía que en cualquier momento me iba a equivocar.
—Pero no lo hiciste —insistió ella—. Y aunque lo hubieras hecho, ¿qué más da? Liderar no es no equivocarse, es seguir de pie aunque tiemble todo alrededor. Y tú lo hiciste.
Él suspiró, sintiendo cómo sus hombros se relajaban al escuchar esas palabras. —Ojalá Miryea pudiera verme así. Últimamente, nuestras conversaciones se reducen a “cómo va tu día” o “te extraño”. Y claro que la extraño… pero siento que ya no me ve.
Juliana lo observó con atención, sin interrumpirlo, dejando que sus palabras encontraran espacio.
—Daled —dijo al fin, con una voz cálida, como quien acaricia con el tono—, no necesitas demostrarle al mundo entero lo que vales. Pero sí necesitas recordártelo a ti mismo. Y si ella no puede verlo ahora, no significa que no esté ahí.
Él la miró, con un brillo de alivio en los ojos. —No sabes cuánto necesitaba escuchar eso. A veces pienso que me estoy quedando solo, incluso cuando no lo estoy.
Juliana sonrió, apoyando suavemente su mano sobre la mesa, cerca de la suya, sin invadir. —No estás solo, Daled. Al menos, no mientras yo esté aquí.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue un silencio lleno de significado, de presencia. En ese instante, él redescubrió la sensación de ser valorado sin condiciones, de tener a alguien que lo escuchaba de verdad, celebraba sus pequeños logros y comprendía sus miedos sin juzgarlo.
Aunque Miryea estaba lejos, encontraba la manera de hacerle sentir a Daled que seguía ahí, sosteniéndolo a la distancia. Cada vez que sabía que él tenía una reunión importante, le enviaba un mensaje corto, pero cargado de intención: “Confío en ti, vas a hacerlo increíble”. O, cuando la prisa no le dejaba escribir, le grababa una nota de voz con su voz suave, apenas susurrada desde un taxi rumbo al aeropuerto:
—Amor, respira hondo y recuerda lo capaz que eres. Yo te creo siempre.
Daled, al escucharla, sonreía sin querer. En medio del silencio de su apartamento, esos segundos eran un refugio. Guardaba algunos de esos audios en su celular, como quien guarda cartas antiguas, y los reproducía en las noches más solitarias.
Un mediodía, mientras almorzaba frente a la computadora, recibió otro mensaje.
—“¿Ya comiste? No me ignores, que después te duele la cabeza.”
Él respondió con un emoji y una foto de su plato improvisado. Minutos después, ella replicó con un audio entre risas:
—Eso no es comida, Daled. Cuando vuelva te voy a cocinar algo decente.
Él rió también, aunque la carcajada se le apagó pronto. Miró la pantalla y tecleó con lentitud:
—Solo con que vuelvas, ya está bien.
La respuesta de Miryea llegó con rapidez, casi como si hubiese estado esperando.
—Siempre vuelvo, ¿lo sabes, cierto?
Daled cerró los ojos un instante, dejando que esa frase lo abrazara. Para él, esos pequeños gestos —los recordatorios, las voces enviadas entre aeropuertos, los mensajes que parecían simples pero estaban llenos de amor— eran un bálsamo contra la soledad. Y sin embargo, aunque calmaban, no alcanzaban a llenar del todo el vacío de no tenerla cerca.
La oficina había quedado en silencio tras una reunión agotadora. Daled aún sentía la tensión en los hombros cuando Juliana se acercó con una sonrisa ligera, como quien ofrece un respiro en medio del caos.