Entre Nosotros, el Tiempo

Capítulo 9: Una pausa que duele

Tras semanas de viajes, hoteles impersonales y agendas que parecían no tener fin, Miryea tomó una decisión: necesitaba regresar a casa. No era solo un descanso del ritmo frenético de su trabajo; era un respiro del alma. Anhelaba ver a Daled, sentir sus brazos rodeándola sin el frío filtro de una pantalla, recuperar esa calidez que ninguna llamada podía imitar.

Cuando llegó, la emoción se dibujó en sus ojos. Daled abrió la puerta y, por un instante, ambos se quedaron mirándose como si el tiempo se hubiera detenido.

—No sabes cuánto te extrañé —murmuró Miryea, abrazándolo con fuerza, hundiendo el rostro en su cuello, respirando ese aroma que tantas noches había añorado.

Él sonrió suavemente, acariciando su espalda.
—Yo también… aunque a veces siento que te extraño más de lo que te tengo.

Ella lo apartó apenas, lo suficiente para mirarlo a los ojos. Había en ellos un brillo contenido, una mezcla de amor y cansancio.
—Lo sé… y me duele. Pero estoy aquí ahora. Quiero que estos días sean nuestros, sin agendas, sin reuniones. Solo tú y yo.

Daled sostuvo su mirada unos segundos, como si buscara en ella la certeza que empezaba a flaquear.
—¿De verdad puedes desconectarte de todo? ¿Aunque sea por un rato?

Miryea tomó sus manos, entrelazándolas con firmeza.
—Por ti, sí. Porque necesito recordar quién soy contigo. Y porque no quiero que el trabajo me robe lo más valioso que tengo.

Él dejó escapar un suspiro profundo, uno de esos que liberan silencios acumulados. La atrajo de nuevo hacia sí, con un abrazo más sereno, como si quisiera convencerse de que esas palabras eran una promesa real.

En ese instante, ambos sintieron que, a pesar de la distancia y las dudas, aún quedaba algo fuerte a lo que aferrarse.

Al llegar, Daled la recibió con una sonrisa que parecía más un gesto aprendido que una emoción genuina. Sus ojos, antes tan vivos cuando la veían, parecían sostener una sombra que Miryea percibió de inmediato. Aun así, no lo mencionó. Prefirió abrazarlo con fuerza, como si pudiera borrar con el contacto la distancia que se había instalado entre ellos.

—Estás aquí… —dijo él, con un suspiro breve, besando su mejilla.

—Sí, por fin. Te extrañé tanto —respondió ella, intentando sonar ligera, aunque su voz tembló apenas.

Se sentaron en el sofá, contándose lo básico: cómo había sido el vuelo, las novedades de su trabajo, algún detalle de la semana de él. Pero las palabras no tenían la misma música de antes. Había silencios densos donde antes había risas fáciles, y respuestas automáticas donde antes fluían conversaciones interminables.

—Te ves cansada —comentó Daled, observándola con cierta distancia.

Miryea sonrió débilmente, acariciándose el cabello.
—Lo estoy. Pero ya pasó… ahora quiero descansar contigo. Solo contigo.

Él asintió, pero no la miró de inmediato. Se quedó fijando la vista en un punto indefinido, como si estuviera muy lejos de esa sala.

—¿Todo bien? —preguntó ella al fin, inclinándose un poco hacia él, buscando sus ojos.

Daled tragó saliva, intentando disfrazar la incomodidad con un gesto rápido.
—Sí, claro. Solo… muchas cosas en la cabeza. El trabajo, ya sabes.

Miryea lo observó en silencio, sintiendo que algo escapaba, como arena entre los dedos. No insistió, aunque su pecho se llenó de un peso extraño. Se recostó en su hombro, intentando convencerse de que estar ahí, juntos, era suficiente.

Pero en el fondo, ambos sabían que algo había cambiado.

Miryea había planeado cada detalle con la esperanza de recuperar esa complicidad perdida. Una tarde preparó su plato favorito, cuidando hasta el aroma de las especias. Lo sirvió con una sonrisa nerviosa, buscando en su mirada un destello de entusiasmo.

—¿Te gusta? —preguntó, apoyando los codos en la mesa, como cuando recién convivían.

Daled probó un bocado, asintió con una sonrisa breve.
—Está muy rico, gracias.

Nada más. No hubo esa chispa de antes, esa mirada agradecida que la hacía sentir suficiente.

Otro día le propuso una maratón de películas, acurrucados en el sofá como solían hacerlo. Ella reía en las escenas cómicas, lo rozaba suavemente con la pierna, buscaba su complicidad. Pero Daled apenas respondía con una mueca, más pendiente del celular que de la pantalla.

—¿No te gusta? —preguntó ella, intentando sonar casual.
—Sí… sí, claro —respondió él, sin despegar los ojos del aparato.

La ilusión se le fue desinflando poco a poco, aunque no se rindió. Le habló con entusiasmo de sus avances en el proyecto, de lo mucho que significaba para ella crecer en ese camino. Él la escuchaba, asentía, incluso sonreía de vez en cuando… pero había algo distante en su gesto, como si su mente estuviera vagando lejos, en otra parte, en otro mundo.

Cuando ella se acercaba, él respondía con caricias breves, con besos tibios que parecían más un deber que un deseo. Y cada vez, Miryea sentía un vacío mayor.

Aquella noche, el silencio pesaba tanto que se escuchaba el crujido de la casa en reposo. Ella lo miró fijamente a los ojos, buscando quebrar esa muralla invisible que él había levantado. Tragó saliva, con el corazón apretado.

—¿Estamos bien? —preguntó, su voz quebrándose apenas.

Daled sostuvo su mirada unos segundos, y en ese instante ella temió la respuesta más que el silencio.

Daled la miró en silencio, con la mandíbula tensa y los dedos jugueteando con el borde de la sábana. El aire en la habitación parecía más denso de lo habitual. Tardó demasiado en responder, lo suficiente para que Miryea sintiera que la pausa ya era una respuesta en sí misma.

—Sí… estamos bien —dijo al fin, con una voz suave, casi ensayada—. Solo estoy cansado, ya sabes… el trabajo, las presiones. No es por ti.

Miryea asintió lentamente, pero sus ojos lo escudriñaban como si intentaran leer una verdad escondida detrás de sus palabras. Se obligó a sonreír, aunque el gesto se deshizo pronto.




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